Ya es oficial. Tengo un imán para atraer a cierto tipo de individuos perturbados. Todo aquel que esté levemente desequilibrado, tenga un morro que le llega a Albacete o sea un cutre impresentable tiene una probabilidad superior al 99% de cruzarse en mi camino. Hoy toca hablar de los cutres casposos que pululan a mi alrededor y que para mi inmensa fortuna no forman parte de mi vida. Entiéndanme señores, mis padres y Jane Austen me enseñaron desde pequeña que la elegancia, la cortesía y la educación son fundamentales.
Imagínense entonces cuál fue mi sorpresa cuando el otro día un señor entrado en años y que alardea de una posición social influyente se auto-invitó a comer conmigo y unos amigos. Creo que la definición de casposo que han acuñado los programas de televisión no es adecuada. Para mí lo más casposo y cutre es fardar de algo que no se tiene y presumir de maneras cuando su ausencia no sólo es evidente sino que causa vergüenza ajena.
Esto de fardar parece que a este hombre le gusta. Para él la clave está en tratar a los demás con mucha condescendencia y vestir de marca, siempre; aunque luego cene sopa todas las noches.
Al parecer, mucha gente padece el síndrome del cutre que se cree el rey mambo, derramando kilos de caspa allá por donde anda y metiendo la pata muy a menudo. Señores, esta caspa es de esa que no se cura con champú, lavado tras lavado y con un uso frecuente; sino que viene impresa en el carácter. Este hecho hizo que me pusiera a pensar en más cosas cutres que pueblan nuestras vidas. Las muñequitas de sevillanas encima del televisor, las bolas de cristal con representaciones de grandes monumentos mundiales en su interior o los tapetes de ganchillo (¿sigue existiendo la palabra tapete?). Pero todas estas cosas tienen su gracia, su encanto y pasan con el tiempo a convertirse en kitsch. Lo cutre puede convertirse en un objeto de culto y los maleducados pueden ser los que parten el bacalao. O eso se creen, porque también me enseñó alguien una vez que la venganza se sirve en plato frío. Todo llegará.
Si algún día este señor se cruza de nuevo en mi vida le atenderé con una enorme sonrisa, huiré discretamente en cuestión de segundos al supermercado más cercano y le regalaré, por su auto-invitación rechazada, un manual de buenas maneras y un pack de champú y acondicionador anti-caspa, del más barato, por supuesto. Porque no se trata de una cuestión de precio, sino de valor y él debe conocer perfectamente la diferencia entre ambos conceptos, ya que por su don de palabra me di cuenta de que no se pierde ni uno de los programas de 'Negro Sobre Blanco'. Quizás debería repasar el diccionario porque muy cerquita de casposo está la palabra clase, algo que seguro que conoce tan solo por lo que habrá visto en la tele, ya que es evidente que él carece totalmente de ella.
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