Esta semana sucedió, al fin. El esperado enfrentamiento movimiento antiautopista-máquinas se produjo con el resultado que se esperaba: ganó el árbitro, la Guardia Civil. Así es nuestro país. La refriega culmina, por fin, un largo proceso que no ha llevado a ninguna parte que no sea la demora de los proyectos en marcha, lo cual no deja de ser un despropósito y una contradicción en sí mismo al alargar una situación que no se quiere y convertir en algo general una confrontación legítima pero, hasta ahora, limitada a dos partes: los impulsores de las infraestructuras y los que se oponen a ellas. Paradójicamente, los antiautopistas se agarran al ritual administrativo para intentar ganar la guerra. No son los únicos. En contra de lo que podría parecer, la sociedad cree ahora más en la burocracia que las propias administraciones, y no tiene en cuenta que la ceremonia no es importante.Los antiautopista denuncian para detener la marcha de los proyectos la falta de tal o cual requisito formal, normalmente subsanable, sin tener en cuenta que el hecho de que un papel haya llegado o no a tiempo no es, en realidad, importante, por más tristeza que provoque la condena al derribo de una casa familiar. Al menos, no debería serlo de una manera tan desproporcionada. Pero es, a estas alturas de la película, el único argumento válido para un movimiento que sabe que tiene los días contados y, salvo milagro, la guerra perdida.

Es duro para la isla ver que ha crecido, que 2006 no admite los mismos parámetros estructurales que 1968. El crecimiento natural de la población, la riqueza, la calidad de vida, exige su sacrificio, tanto aquí como en cualquiera de las islas de Japón o Dinamarca. Se puede demorar, pero es un sinsentido. Alguien dijo que de un viaje lo importante es el trayecto, no el punto de destino. En sociedad, ese axioma no es válido, por más que se tenga derecho a exigir en el recorrido máximo respeto y mínimo daño. Pero éste no quita ni altera el objetivo. Probablemente, ni lo condicionará, siquiera. De ahí que agarrarse a cualquiera de los papeles intermedios para desviar el transcurso de la historia no sea más que un glorioso gesto teatral. Por más pena que dé, no es otra cosa.

En la madrugada del miércoles, todos los actores sabían cuál era su papel. Los manifestantes lo tenían claro. Las sonrisas previas les delataban. La Guardia Civil, también. Menos tres o cuatro, que siempre los hay, todo hay que decirlo. Unos no querían extralimitarse, los otros no podían levantarse y marchar, sin más. Faltaba el desenlace, las fotos de los agarrones, de la evacuación. Cumplida la representación tuvieron lugar las despedidas y el reconocimiento mutuo. «Si eso, mañana igual, pero más abrigados», llegaron a escuchar los periodistas que se decían los de una y otra parte. Nuestro mundo es un teatro y si alguien espera una representación perfecta que se ponga cómodo, porque eso nunca ha sucedido.