Desde su llegada a la isla en forma masiva hace poco menos de una década, los italianos se han caracterizado por hacer cada día, de la puesta del sol, un ritual imprescindible, casi mágico, que debe verse y vivirse desde la playa; cualquier playa o kiosko sirve para ello, pero hay dos o tres que son los que concentran la mayor parte de los turistas transalpinos. El Big Sur en Illetes, el Blanco en Migjorn y también en Migjorn, el Vista y Sol 10.7. Y entonces se produce el caos de la fiesta interminable.

Si una persona quiere aprender rápido el italiano sólo tiene que ir a cualquiera de estos lugares a partir de las siete de la tarde; si alguien busca a un famoso de ese país, ahí lo encontrará. En estos días, este fin de semana concretamente, se alcanza el momento álgido de la italianización de Formentera, tanto es así que incluso los autóctonos o residentes fijos casi se sienten extranjeros en su propia tierra. La isla es.

Los motorinos, como llaman ellos a las scooter, son estos días los amos y señores de las carreteras, caminos y playas y algunos, por desgracia, como todo italiano que se precie va haciendo sonar continuamente la bocina de su vehículo, convierten en cacofonía permanente el entorno por el que circulan confundiendo libertad con anarquía. Publicitada como el último paraíso del Mediterráneo, Formentersa se convierte en una tramoya inmensa y caótica para rendir pleitesía al hedonismo. Y a horas determinadas son enjambres de ellos, motorinos y telefoninos -pieza básica del equipaje azzurro-, los que se dirigen a los lugares escogidos para la puesta del sol. Poco a poco, con prisas pero sin pausas, la tribu se congrega.

Para los italianos es el momento del aperitivo , el disfrutar del ocaso para luego huir en turbamulta hacia sus hospedajes para ducharse, perfumarse y engalanarse antes de la cena tardía, a veces excesivamente tardía, y proseguir la fiesta hasta que el cuerpo aguante o las consignas de la tribu lo impongan. Los italianos tienen claro que venir a Formentera es para ir a determinados sitios y hacer cosas muy concretas y si no se siguen las normas es como si no hubieran estado en la isla.

Por comodidad de los propios locales, en muchos casos ya no se sirven las bebidas en vasos individuales sino que las jarras de todo tipo de combinados, desde la sangría, al mint julepe pasando por el blanco o cualquier otra libación de elevado contenido alcohólico, se aderezan con innumerables pajitas para que todos beban de ella mientras charlan, esperan o bailan.

Y a medida que se acerca el momento cumbre, se produce un fenómeno de contagio general, la música, basada en clásicos de los 70 u 80, sin desdeñar canciones anteriores o posteriores, les lleva hacia el paroxismo y comienzan a subirse a las mesas para bailar, para estar más altos y quizás más cerca de ese sol que se les escapará durante unas horas. Y cuando el sol suenan los aplausos para un espectáculo siempre es distinto. G.Romaní