Todo evoluciona, todo cambia, incluso la Semana Santa, a pesar
de que la Iglesia se mantengan sus principios y los feligreses
continúen también fieles a sus tradiciones. Hay sin embargo un
abismo entre las Semanas Santas y las costumbres y hábitos de mi
infancia y como se desarrollan estas fiestas hoy en días.
Entonces todo se veía bajo perspectiva de un país muy católico,
con un sistema político y unas instituciones que apoyaban y
participaban en los actos religiosos, posiblemente dando la imagen
de lo que se ha venido en denominar «la España profunda», pero a mi
sinceramente me gustaba entonces aquellas Semanas Santas amigas
porque venían acompañadas de vacaciones escolares.
Acuden a mi mente un tropel de imágenes de entonces, como si
proyectáramos una película antigua en blanco y negro. La Semana
Santa era una semana entera de devoción, meditación y silencios,
como si hubiera muerto un familiar, la música esos días en bares y
lugares públicos era clásica y en algunos casos como en la radio
sacra, las pocas películas que se proyectaban en los cines eran
todas sobre la vida y muerte de Jesús y la cuidad quedaba sumida en
un silencio absoluto con la prohibición de toda circulación dentro
la ciudad.
Se empezaba con el Domingo de Ramos y la bendición de ramas de
olivera y palmas que recordaban la entrada de Jesús en Jerusalén,
una vez en casa la rama de olivo se enganchaba en la cabecera de la
cama o en alguna imagen religiosa y la palma se ataba en la
barandilla del balcón.
Gran parte de los días se pasaba en la iglesias, rezos misas,
ejercicios espirituales, y en el campo, en las iglesias de los
pueblos participando en los famosos «pasos» o viacrucis, alrededor
de las iglesias, cantados en ibicenco y de una gran belleza.
Las mujeres payesas iban de rigurosos luto y las que habían
tenido algún familiar fallecido reciente llevaban cubierta la
cabeza y el cuerpo con unos grandes mantones negros que les daba un
aire de gran solemnidad y recogimiento. Los militares y guardias
civiles salían en uniforme de gala con un galón negro en el brazo
en señal de luto.
Las procesiones de Semana Santa arrancan de principios el siglo
pasado y había en las iglesias unas magníficas imágenes religiosas,
verdadero patrimonio cultural e histórico que fueron destruidas o
quemadas al principio de la Guerra Civil. Se rompió entonces la
tradición y volvieron a reaparecer las procesiones en la década de
los 40 siguiendo hasta nuestro días, aumentando de año en año el
número de cofradías. En aquel entonces participaban en la procesión
el ejército y las primeras autoridades con sus mejores galas igual
que las diferentes entidades y sociedades, dándole una especial
solemnidad.
El Jueves y Viernes Santo se dedicaba a la visita de las
capillas o Casas Santas instaladas en todas las iglesias siendo
muchas las señoras en traje negro y mantilla. La llegada del sábado
conocido como Sábado Santo o Sábado de Gloria comenzaba con una
explosión de ruido y alegría. A las diez de la mañana repicaban a
gloria las campanas de todas las iglesias, los coches entraban en
la ciudad y la vida recuperaba el ritmo normal oyéndose música
alegre en los bares. Terminaban las fiestas con el Domingo de
Pascuas con un buen menú y naturalmente que no faltara eflaó
casero, en un almuerzo reunida toda la familia.
Como en todas las fiestas, la gastronomía tenía su importancia y
sus reglas en esta semana; había ayunos y abstinencias, siendo
platos obligatorios ecuinat, los cucarrois, las empanadas, las
cocas de verdura y pescado, los escabeches y las tortillas de habas
y espárragos, quedando prohibidas las carnes.
Hoy en día se conservan aunque bastante diluidas algunas de
estas tradiciones de antaño, yo hago votos para que se mantengan y
se recuperen en lo posible, pues forman parte de nuestro acervo
cultural y de nuestras señales de identidad a mi modo de ver,
irrenunciables.
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