«Las familias sufren mucho. Desde el momento del diagnóstico de la
enfermedad hay que atender a la familia. Cambia todo», afirma
Margalida Ferrer, psicóloga del centro de día de Cas Serres, uno de
los escasos recursos existentes, junto a la residencia geriátrica,
para atender a los enfermos. No hay plazas disponibles en ninguno
de estos dos recursos sociales. Con este panorama se encuentran
muchas familias que atienden en su casa, sin apenas ayuda de la
administración, a los enfermos de Alzheimer. Se trata de los
cuidadores, hijos o cónyuges de los afectados que están sufriendo
las consecuencias devastadoras de la enfermedad degenerativa de la
que, por el momento, no hay posibilidad de curación. Alrededor de
unas 1.500 personas padecen esta enfermedad en las Pitiüses. Los
testimonios de estas cuatro familias evidencian las necesidades
existentes en la actualidad en una jornada como hoy que se celebra
el Día Mundial del Alzheimer.
Paco y Charo. Francisco Pastor, Paco, ha perdido la cuenta de
las noches sin dormir. Este jubilado, de 68 años, está al cuidado
de su mujer, Rosario Arroyo, Charo, a la que lava, peina y ducha
con sus manos de cocinero, profesión a la que se dedicó parte de su
vida en el hotel Ibiza Playa. Charo, en una segunda fase de la
enfermedad, tiene pocos momentos de lucidez en los que recuerda a
su marido, Paco, pero no lo identifica con el hombre que la cuida
las 24 horas del día. Además de la pérdida de memoria, Charo «saca
el nervio» debido al alzheimer: «Muchas noches me levanto porque
dice que se va de casa a ver su madre que murió hace 60 años. Tengo
que vestirla e irme con ella a la calle y estoy dos horas por ahí.
Tiene la obsesión del pasado». Hace cuatro años que Charo comenzó a
tener problemas de memoria, pero no ha sido hasta agosto de este
año cuando le han diagnosticado Alzheimer. Ha estado tres meses
esperando una cita para el neurólogo. «El problema es que no hay
nadie que nos ayude», lamenta.
Con una hija que trabaja y sufre una depresión, el hombre se
hace cargo de su casa y, sobre todo, de su mujer: «Hago la casa,
limpio y friego y cuido de mi mujer. Es muy pesado para mí solo y
llevo así dos años». Obtuvo una ayuda del Ayuntamiento de Eivissa
para que una trabajadora paseara a su mujer, pero a Charo no le
gustaba el paseo. «A las tres de la tarde en verano mi mujer decía
que no salía». recuerda.
Ha dejado de pescar y de asistir a los almuerzos con los amigos
del hipódromo de Sant Jordi, pero no de soñar. «Si tuviera dinero,
compraría una finca y Charo estaría allí con todos los cuidados».
El dinero que recibe de su jubilación como cocinero es el único
ingreso fijo de su casa. Pidió una ayuda para su mujer que le
concedieron, pero tuvo que devolver a la Seguridad Social. Aún hoy
no sabe los motivos por los que le quitaran esa pensión. «¿Para qué
voy a reclamar si me voy a quedar igual?», dice.
A Paco le gustaría ir a la comida que organiza la Asociación de
Familiares de Enfermos de Alzheimer, pero no puede porque tiene que
cuidar a Charo. «Ha sido muy abierta y trabajadora, se ha
preocupado por todo el mundo. Ahora no queda nada de ella».
María y Xico. Maria Costa, de 73 años, ha estado los últimos
cinco años de su vida pendiente su marido, Francisco Ribas Riera,
Xico, de 80 años. «Sólo me fui un día a Mallorca para estar junto a
mi hermana. Yo estoy siempre a su cuidado», dice. La vida de un
cuidador, como la de María, no es grata: «Lo he pasado muy mal,
porque son 24 horas pendientes de él. Xico, antes, echaba a correr
por estos caminos de Dios y yo iba a buscarle. Eso ha sido durante
años». María ha visto cómo su marido cambiaba de carácter y se
volvía agresivo. «Lo he pasado muy mal, me decían de ir a la
psicóloga y no quería ir. Ahora me encuentro bien, lo veo tranquilo
porque no sufre», relata.
Xico, en la tercera fase de la enfermedad, está postrado en una
cama desde hace dos años sin hablar apenas. María cuida con esmero
a su marido, igual que si fuera un bebé: cremas para evitar los
eczemas de piel, toallitas, empapadores, cereales infantiles. Los
gastos son demasiados para una pensión de 435 euros al mes. Dos
veces a la semana una trabajadora familiar de la Asociación de
Familiares de Enfermos de Alzheimer se desplaza hasta su casa en
Sant Jordi para ayudar en las labores de higiene del enfermo. La
relación con la trabajadora es más que cordial: hay abrazos,
sonrisas y, sobre todo, ternura. Cada 15 días, María aprovecha el
turno de respiro, un servicio que presta la Asociación de
Familiares, para desconectar: «Camino por el monte, hago cositas en
la tierra y eso me relaja mucho».
María y Francisco, que están casados desde hace 56 años, han
tenido cinco hijos que ayudan a la madre en los cuidados y los
gastos que supone la atención del progenitor. «Ya ve lo que queda
de él. Le doy besos, a veces me devuelve uno pero muy de tanto en
cuanto», confiesa mientras Xico le coge la mano.
Los padres de Nieves. Nieves Rodríguez cuida de sus padres:
Manuel Rodríguez Seda, de 87 años, en una fase muy avanzada del
Alzheimer, y Carmen López Ibañez, de 83 años, enferma en la cama.
Nieves decidió hace cuatro años que sus padres, naturales de
Sevilla, se vinieran a vivir con ella y con su marido, Francisco.
«Estaban solos en el pueblo y me los traje». La hija decidió
afrontar sola el cuidado de sus padres y pronto comenzó a sufrir
las consecuencias de la carga familiar: «Empecé a tener dolores en
la espalda y estaba mal. Hay muy pocas ayudas y aquí hay que estar
de noche y de día. ¿Quién me hace las faenas de día porque los
abuelos necesitan mucho? Me busqué una chica y le pago sin
poder».
Nieves ha tenido que recurrir a un préstamo bancario para hacer
frente a los gastos: «La abuela cobra sólo 240 euros al mes y yo
necesito ayuda. Cuando los dos se ponen enfermos necesito una
persona que me ayude. Cada tres horas me levanto cada noche».
Dos veces a la semana, una trabajadora familiar de la Asociación
se desplaza su domicilio, cercano al de María Costa. «Estoy muy
agradecida. Necesito ayuda todo el día, porque hay trabajo para
todos». El estado de salud de Nieves no es bueno: «A veces estoy
nerviosa. Me duelen mucho los huesos, no puedo ni fregar los
platos. No puedo estar en la cama porque me duele todo. Cuando
estoy enferma, uno de ellos tiene que ingresar». Con tres hermanos
varones en Sevilla, todo el peso de la enfermedad de sus
progenitores ha recaído en ella: «No he recibido ninguna ayuda», se
lamenta.
Pruden y Pepi. La familia Hormigo Jiménez lleva desde hace 11
años conviviendo con la enfermedad de Alzheimer. El progenitor,
Antonio, de 82 años, empezó a sufrir los primeros efectos
devastadores de la enfermedad en una reunión familiar. «Tenía una
depresión, no comía ni hablaba», recuerda Pepi Hormigo, que tiene
fijada su residencia en Alemania, pero ahora está en Eivissa para
ayudar su hermana Pruden, que se recupera de una operación.
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