Después de recorrer el popular mercadillo hippy de Punta Arabí, en Es Canar, cuesta hablar de crisis en el sector turístico. Cuando todavía falta casi una semana para que comience el mes de julio, el inmenso recinto que acoge el mercado ya recibe a miles de visitantes cada semana. Turistas ingleses, alemanes, italianos o españoles, además de algunos residentes (aunque son los menos y suelen escoger los meses y las horas menos frecuentadas) se adentran en el que se ha convertido en un interminable laberinto para las compras. De hecho, lo primero que encuentra el visitante después de haber superado el obstáculo del aparcamiento y de haber abonado, probablemente, tres euros en algunos de los parkings privados, es un mapa de la zona; pero a pesar de que se trata de una herramienta útil en la que se señala la ubicación de los baños, los bares y restaurantes, los teléfonos, los cajeros automáticos e incluso una guardería, la mayoría acaban transformándolo en un improvisado abanico.

En Punta Arabí hay una pregunta que se ha convertido en seña de identidad del lugar de tanto escucharla; «¿Por aquí ya hemos pasado?» es la frase más repetida a unos acompañantes que normalmente andan igual de despistados que el resto del grupo.

A mediodía el sol luce irreverente, pero esa no es razón suficiente para que los turistas prefieran esperar unas horas antes de iniciar el recorrido. Probablemente esa continúa siendo, a pesar de los sudores y los agobios, la hora de mayor afluencia. Los refrescos, los helados y las paradas en las áreas de descanso son las opciones más tradicionales para soportar el calor, pero también hay soluciones más actuales, como la que ofrece el puesto que vende ventiladores portátiles; éstos se han convertido en uno de los objetos más deseados, tanto su modelo más convencional como en la versión más refrescante, que se presenta con un depósito de agua acoplado.

Luisa está pasando unos días de vacaciones junto a unas amigas, y aunque hace 25 años ya había visitado el mercadillo, nada más llegar se ha dado cuenta de que esa referencia le sirve de poco. «Entonces no había ni un solo bar y todo sorprendía más porque no se veían lugares así», comenta mientras busca de reojo a sus compañeras que en un minuto comienzan a desaparecer entre la riada de gente. A Josefa, de Barcelona, no le ocurre lo mismo, ella puede presumir de conocerse el mercado como la palma de su mano porque acude cada año desde hace más de dos décadas. «Sé dónde están los puestos que me gustan y allí voy directa», comenta. De nuevo en la salida, muchos abandonan el recinto cargados con bolsas blancas que, aunque sin marca, delatan su procedencia. S.Y.