La leyenda cuenta que Fátima, hija del profeta Mahoma, estaba preparando la comida cuando llegó su esposo Alí acompañado por una hermosa joven. Asombrada y descorazonada, Fátima continuó cocinando en silencio, sin darse cuenta de que había metido su mano en la olla de agua caliente. Estaba tan aturdida por lo sucedido que no sentía dolor. Alí, asustado, corrió hacia ella gritando, y fue así que Fátima sintió que se quemaba. La Mano de Fátima se convirtió en un símbolo de virtud, paciencia y fidelidad. Ésta es la versión árabe, y los dedos señalan hacia abajo.

A la versión judía, que corresponde a nuestro amuleto, con los dedos hacia arriba, se le otorga una mayor fuerza protectora. Imaginaos que alguien ha sido víctima de un robo. Inesperadamente un ladrón ha entrado en su casa y se ha llevado cosas que le pertenecían. Dolor, rabia. La tarea inmediata es ver lo que falta, y llamar a la policía para denunciarlo. Es natural que surja un sentimiento de fragilidad, de vulnerabilidad, de falta de protección. Un pensamiento poco habitual en la víctima es el que le hace plantearse estas preguntas: ¿Qué me está pasando?, ¿tan poca protección ejerzo sobre mis cosas?, ¿qué estoy descuidando? El robo, ya inevitable, se convierte en un aviso aleccionador. Probablemente sea muy fácil y útil contestar alguna de estas preguntas. Esto no hace disminuir el interés por recuperar lo robado y hacer justicia.

La mano de Fátima, en sus dos versiones, nos recuerda la necesidad de proteger nuestras cosas. Puede usarse más grande, colgada detrás de la puerta principal. Así uno recuerda los cuidados y respetos que el lugar necesita, la despedida cuando salimos, el gesto de bienhallada cuando regresamos, y nuestra corrección cuando la habitamos. Llevándola encima nos advierte de nuestra capacidad de paciencia, la fidelidad hacia nuestras cosas y personas y las virtudes que de ahí emanan.