El animal permanece atado mientras se le degüella. Una mujer, generalmente, es la encargada de recoger la sangre. Foto: GERMÁN G. LAMA.

Diciembre es, por tradición, el mes de las matanzas. Antes de la llegada del solsticio de invierno, las familias se apresuraban a llenar sus despensas para asegurar el alimento durante una estación de carencias e inclemencias. Hoy en día, esta fecha es una de las pocas costumbres que se mantienen.

La evolución social ha hecho mella en la distribución de los trabajos, antes perfectamente definidos para hombres y mujeres. Ya pocas veces se respeta la luna nueva y el viernes como referencias del acto, si bien es cierto que el proceso continúa siendo el mismo. Los matarifes o matancers escasean y la profesionalidad se ha dejado vencer por la práctica, en la mayoría de los casos, de los padres de familia.

Los antiguos pretextos machistas de exclusión de las chicas ya no se aceptan y todos colaboran por igual en la dura tarea.
La jornada se inicia cuando sale el sol, a las siete o las ocho, y se prolonga hasta bien entrada la tarde. El desayuno constituye una parte esencial del ritual antes de dar paso a la primera fase cuando se degüella al animal sin hacerle sufrir -tras haberle introducido un gancho de hierro por la nariz- y se le pela con agua caliente ayudado de una piedra tosca. La sangre derramada es recogida ya que será uno de los ingredientes esenciales de los productos resultantes. A continuación, el animal se abre en canal y se separan las partes: las más nobles darán lugar a los butifarrons (greix, freixura y brut de sang) y el resto conformará la carne de sobrasada (cuixot, esplet y carne noble).

Posteriormente los embutidos se rellenan de pasta y las mujeres las van atando a medida que salen de la máquina, al mismo tiempo que separan las piezas.

La prueba final del éxito son los embutidos que cuelgan en la despensa. Cuanto menos días, mejor.