Símbolos de una historia que camina entre la solidaridad y el triunfo del individualismo, los faros se enfrentan en solitario a narraciones literarias y sueños de soledad. Señales luminosas y señas de identidad de marineros y costas, la sobriedad de su construcción se mantiene firme, fiel a una función que les dio forma a mediados del siglo pasado.
Respondiendo a la definición tradicional, vacía de romanticismos, son aquellas señales luminosas de alcance superior a las diez millas (distancia por debajo de la cual se denominan balizas). Punto de referencia para los navegantes, tanto en su camino a través del mar como elementos orientadores en tierra vía cartas náuticas, cada uno de ellos posee una periodicidad de intermitencia propia. En las Pitiüses están clasificados como tal diez: los de sa Conillera, Punta de Moscarter, d'es Vedrà, sa Bleda Plana, ses Convecs Blanques, des Botafoc, des Porcs, dels Penjats, Tagomago, Punta Grossa, del Cap de Barbaria y la Mola, estos dos últimos en Formentera. Un nombre destaca por encima de otros, ligado a los proyectos de edificación de cinco de ellos, el del ingeniero mallorquín Emili Pou i Bonet sin el cual, las aguas ibicencas hubieran sido mucho más oscuras.
Desde poco más de cien mil reales a millones de pesetas, la antigüedad y el coste de los faros -que oscila entre 1850 y las reformas realizadas ante la insuficiencia de los antiguos durante el primer cuarto de la presente centuria- no son los únicos rasgos divergentes. Además de las pautas más exteriores, en el apartado interior, han abandonado el aceite vegetal por la electricidad, lo que les permite un funcionamiento más eficaz y menos humano, ya que pocos son ya los que no recurren a la maquinaria autónoma.
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