Domingo Ruiz tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Domingo Ruiz (Freila, Granada, 1952) llegó a Ibiza con su numerosa familia, además de una mula y un carro, con tan solo dos años. Creció de finca en finca hasta llegar a Dalt Vila, donde pasó el resto de su niñez antes de convertirse en fontanero, un oficio que ocupó su vida laboral durante más de cuatro décadas y desde el que fue testigo en primera persona de la evolución urbanística de la isla.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Freila, Granada, pero cuando apenas tenía dos años, toda mi familia —soy el pequeño de seis hermanos— se mudó a Ibiza con la mula y un carro de varas.

—¿A qué vino su familia a Ibiza?
—A trabajar, claro. Mi tío Raimundo, que era militar y estaba destinado en Ibiza como teniente de intendencia, nos trajo a una finca cerca de Jesús, Es Pou d’en Lluís, donde mis padres, Juan y Fernanda, pudieran trabajar como mayorales. Allí estuvimos unos años antes de mudarnos a Ca na Tona, una finca más grande de la misma propiedad, Amparo y Jaso, que estaba en Ses Feixes. Estuvimos unos años en cada finca hasta que nos fuimos a s’Argamassa. Para entonces yo ya tendría seis o siete años y ya me tocaba trabajar guardando las ovejas.

—¿Pasó toda su infancia en la finca?
—No. Cuando yo tenía unos 10 años, aunque no tuviera ninguna experiencia, mi padre se puso a trabajar en la construcción del colegio de las monjas de la Consolación y nos mudamos a Dalt Vila, en la plaza de los Desamparados, en Sa Carrossa. Más adelante, mi padre pudo comprarse un piso en ses Figueretes, cuando le contrataron como portero en un edificio.

—¿Iba al colegio?
—Cuando podía. Mientras vivíamos en s’Argamassa tenía que ir caminando hasta Santa Eulària para ir al colegio. En Dalt Vila iba al colegio con don José, ‘don Pato’ le llamábamos (ríe), justo delante de donde ahora está el Colegio de Arquitectos. Después también estuve yendo a clases en el Pereyra. Sin embargo, o los maestros de esa época apenas sabían enseñar o yo no sabía aprender, pero la única que me enseñó algo fue Doña Catalina, que daba clases de repaso en la Vía Púnica.

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
—Mis recuerdos de infancia son, básicamente, en s’Argamassa y en Dalt Vila, donde nos dedicábamos a hacer guerras con los chicos de la Marina. Llegábamos a capturarnos entre nosotros como prisioneros. Si pillábamos a alguno de la Marina, lo atábamos y lo teníamos unas cuantas horas como rehén (ríe). Si nos pillaban a nosotros, nos hacían lo mismo, claro (más risas). Recuerdo que en una ocasión, yo era muy pequeño y todavía vivíamos en es Pou d’en Lluís, sería 1955 o 1956, vino un fotógrafo alemán que le alquiló una moto, una Lambretta, a Valentín y se dedicó a hacer fotos a los niños en Ibiza. A nosotros nos pilló en la ‘seni’ de casa. Casi 20 años después volvió y se dedicó a buscarnos a todos los niños que había fotografiado para juntarnos en un hotel de Sant Antoni y invitarnos a algo. Éramos muchísimos.

—¿Cuándo comenzó a trabajar?
—Con ni siquiera 14 años. Comencé como aprendiz de fontanero con una empresa de Barcelona, Jaime Matacrás, en la construcción del edificio de al lado del bar Los Amigos. Creo recordar que allí se montó la primera grúa. El de fontanero acabó siendo mi oficio hasta que me jubilé con 63 años. Estuve trabajando en diferentes empresas, como Suministros Ibiza, pero también por mi cuenta o con un socio. Cuando empecé no había nada. Trabajé en la construcción del hotel Don Toni o del Augusta, que derribaron en Platja d’en Bossa, en las discotecas, en los apartamentos… También trabajamos en la construcción del hotel Algarb. En el 73, cuando ya estaba prácticamente terminado, entró a trabajar toda la plantilla, entre la que se encontraba una cordobesa, María Luisa, con la que comencé a salir. Aunque volvió a Córdoba cuando terminó la temporada, nos acabamos casando dos años después, en 1975, cuando terminé la mili y ya no podía soportar continuar con una relación a distancia. Tuvimos tres hijos, Javi, Dani y Patri, que tiene a nuestra nieta Siena, mi ‘rubita’.

—¿Cómo era una relación a distancia durante la época en la que no existían las redes sociales?
—Era muy distinto, claro. Ahora, aunque tengas una relación a distancia, te puedes ir hablando cada cinco minutos. Entonces no había más que las cartas y el teléfono, para el que tenías que reservar hora para poder llamar en la cabina que había al lado de Es Mercat. Era muy difícil. Cuando llegaba la carta, a lo mejor había pasado más de una semana desde que se la habías mandado. Después había que quedar tal día a tal hora para poder hablar por teléfono, porque tenía que llamarla a casa de una vecina. Si podías hablar una vez a la semana, ya era mucho. Había que quererse mucho para aguantar esto (ríe). ¡En diciembre hará 50 años que nos casamos y todavía nos aguantamos! (ríe) Ese mismo año nos mudamos a Sa Carroca, a la casa que me había construido dos años antes y donde seguimos viviendo.

—Desde la primera tubería que instaló hasta la última, habrá visto y participado en el crecimiento urbanístico de Ibiza, ¿cómo lo valora?
—¡Ya lo creo! Desde entonces Ibiza ha crecido muchísimo y creo que ya ha llegado un momento en el que, más que seguir creciendo, hay que arreglar lo que ya tenemos y no está bien. Ibiza no está a la altura que se merece. Da la sensación de que todo está abandonado, sobre todo si lo comparas con lugares como, sin ir más lejos, Palma, donde lo ves todo arreglado y cuidado.

—¿A qué dedica su jubilación?
—Me jubilé hace 10 años. Ya estaba cansado. Desde entonces doy vueltas por ahí. Durante mi vida he tenido aficiones como la colombofilia y también tuve caballos. Ahora me conformo con pasear mis tres perros: Rocky, Mia y Sandy.