Miguel Campillos tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Miguel Campillos (Archidona, Málaga, 1956) llegó a Ibiza de la mano de su hermano Pepe para trabajar como repartidor de pan. Un oficio que le cautivó y al que ha dedicado buena parte de su vida laboral. Una vida laboral precoz, que comenzaría con solo 12 años en su Archidona natal y que tuvo episodios de emigración en Alemania a los 16.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Archidona. Yo era el segundo de seis hermanos y vivíamos todos con mi madre, Aurelia, en la casa del pueblo, con dos patios, en la época en la que se podían tener conejos y animales en casa. Mi padre, Miguel, había emigrado a Alemania, donde trabajaba en una fábrica textil, y solo venía durante las vacaciones. Estuvo allí 14 años, prácticamente desde que yo tenía conciencia.

—¿Cómo fue su infancia en el pueblo?

—Buena. Nos entreteníamos con cualquier cosa, si no, nos peleábamos con los chavales del otro barrio. Desde muy pequeños, mi hermano Pepe (†) y yo ayudábamos como podíamos en casa trabajando en el campo, recogiendo aceitunas o en la obra. Al colegio iba los días que llovía y no podía trabajar en el campo. Para ir a la escuela teníamos que caminar tres kilómetros de ida y vuelta por la mañana y por la tarde. El profesor era de los de antes, Don Miguel se llamaba, y siempre tenía su vara de membrillo a punto para darte en la mano por cualquier tontería. ¡Y cuidado con decir algo en casa, que te llevabas otra!

—Entiendo que no llovió lo suficiente como para que pudiera seguir estudiando.

—¡Qué va! Si con 12 años ya estaba trabajando. Cuando cumplí los 16, mi padre nos reclamó a Pepe y a mí para que fuéramos a trabajar con él a Alemania. Entonces, para emigrar teníamos que tener un contrato y hacernos un reconocimiento médico antes. A Pepe le salió que tenía ‘azúcar en la sangre’, por lo que tuve que irme solo desde Málaga hasta Bielefeld. Nunca había salido del pueblo. No veas el miedo que pasé viajando yo solo en el tren hasta Alemania. Llevaba un papelito con el nombre de la parada en la que me tenía que bajar… ¡el alivio que sentí al escuchar el mío y ver a mi padre esperándome en el andén!

—¿Se pudo adaptar rápido a la vida en Alemania?

—¡Ya lo creo! Al principio fue difícil por el idioma, pero no tardé mucho en empezar a aprenderlo y en arreglarme una bicicleta vieja que había en la fábrica para andar por donde quisiera. A lo tonto, cuando mi hermano llegó dos meses más tarde, ya casi hablaba alemán (ríe). Él era un recluta a mi lado. ¡Hasta tuve novia allí! (ríe) Nos movíamos por todos lados. Había muchos españoles y nos juntábamos todos aquí y allá, así que mi hermano también pudo ligar algo, aunque nunca llegó a aprender el idioma.

—¿Estuvo mucho tiempo en Alemania?

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—Tres años. La última Navidad que volvimos al pueblo de vacaciones, mi hermano ya tenía que quedarse para hacer la mili y mi padre ya se había podido comprar una finca de olivos. La idea era que Pepe se quedara recogiendo las aceitunas en enero, antes de incorporarse a la mili, mientras mi padre y yo volvíamos a Alemania. Pero se cayó de un olivo y se rompió el brazo, así que me quedé yo recogiendo las aceitunas. En ese par de meses me saqué novia en el pueblo, Lola, y me salió trabajo, así que, por mucho que el jefe alemán insistiera en preguntar cuándo iba a volver, ya no volví más. Volver significaba volver solo; Pepe era mi amigo y mi ‘todo’ y tampoco me apetecía. Mi hermano se fue a hacer la mili con el brazo roto y mi padre, como se había acostumbrado a vivir bien con nosotros allí —yo le hacía la compra, Pepe cocinaba y entre los dos limpiábamos—, tampoco tardó mucho en volver. A mí me tocó la mili cuando Pepe la terminó y él se fue a Ibiza con nuestros abuelos, Miguel y Gracita, que habían venido a Ibiza para trabajar en las Salinas hacía muchos años. Creo que fueron de los primeros que vinieron desde fuera.

—¿Fue usted también a Ibiza cuando terminó la mili?

—No. Nada más terminar la mili, en 1979, me casé con Lola y tuvimos a los gemelos, Michel y Francis —ahora tenemos tres nietas: Vera, Claudia y Lía. Nos otorgaron un piso de Protección Oficial que tenía que arreglar los fines de semana mientras trabajaba en la construcción y, cuando llegó el ‘boom’ de las discotecas al pueblo, también trabajaba en una. En realidad, trabajé en dos de ellas, en el JB y en la Galaxia. Que no me aburría, ¡vamos!

—¿Estuvo mucho tiempo manteniendo ese ritmo de vida?

—No mucho. Hasta abril del 81, cuando me llamó mi hermano desde Ibiza para decirme que en la panadería donde trabajaba, Ibipan, necesitaban otro repartidor. Ni lo pensé. Además, me gustó mucho el trabajo: conocer gente y moverme por la isla. Entonces había más buena gente por la calle y menos tráfico por las carreteras. Trabajando por la noche, de tres a ocho, la carretera era toda para mí. Eso sí, al segundo día mi hermano me dejó repartiendo solo y, haciendo la ruta de Cala Vedella, me perdí por esas carreteras; pasé un mal rato (ríe).

—¿Estuvo repartiendo mucho tiempo con la panadería?

—Con Ibipan estuve hasta que se separaron los socios, Juanito Cifre y Luís Planells. Cada uno siguió con su propia panadería: Luís con Eivispá y Juanito con la Panificadora Cifre. Yo me fui con Juanito, pero las cosas no le fueron bien, nuestra relación tampoco, y llegamos a un acuerdo para marcharme. Enseguida me puse a trabajar repartiendo huevos en Sant Rafel con Jose, de Radioelectrónica, durante los tres años que tuvo la granja. Después volví a trabajar como albañil haciendo la reforma del Formentera Playa con Jesús Bao unos cuantos años. Pero lo que me gustaba a mí era repartir, así que me puse a trabajar para una empresa de mudanzas, El Chira, durante unos tres años más.

—¿Ya no volvió más a repartir en horario nocturno?

—Sí. A finales de 2001, mi hermano seguía trabajando con Luís Planells y un día me los encontré en el Bon Bar. Ese mismo día Luís me convenció de que me fuera con él, «el lunes empiezas», me dijo. Pero cuando llegó el lunes y me presenté en la panadería, me dijeron que estaba enfermo. Un par de días después volví y me dijeron que estaba muy mal. Cuando regresé al cabo de unos días más, me dijeron que había muerto. Lo continuaron llevando sus hijos y, aunque estuve trabajando allí, no me llevaba bien con alguno de ellos y no aguanté mucho tiempo. De allí me fui a hablar con Mariano de Can Noguera, con quien estuve trabajando más de 20 años, hasta que me jubilé. Ahora hago lo que quiero y cuando quiero.

—Tras haber trabajado tantos años de noche, ¿se acostumbra al horario diurno?

—Al principio me costó; me despertaba a las dos de la madrugada y, a media tarde, ya me estaba muriendo de sueño. Pero el cuerpo se acostumbra rápido, solo es cuestión de un mes.