Eduardo González en su Cana Aneta tras charlar con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Eduardo González (Medellín, Extremadura, 1946) es una figura destacada en la hostelería y la construcción en Ibiza. A lo largo de su vida, ha trabajado en diversos sectores, desde como guía turístico en Alemania hasta la creación de complejos deportivos en la isla. Tras una juventud marcada por la emigración y los sacrificios familiares, González se estableció en Ibiza, donde fundó una empresa de reformas y destacó en el ámbito deportivo. Su vida es una combinación de esfuerzo, familia y pasión por el trabajo, lo que le ha llevado a ser un referente en la comunidad ibicenca.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Medellín, Extremadura, en una familia en la que yo era el mayor de tres hermanos. Manolita era la que me seguía, con un año menos que yo, y Ricardo, el pequeño, ocho años menor. Mis padres eran Antonio y Juliana.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi padre era peluquero, y mi madre se dedicaba a cuidar unas fincas en aparcería que heredó de su madre, además de cuidar de sus hijos y de su casa. Era una mujer grandiosa, que se quedó viuda con 45 años y que siempre luchó por nosotros, ya que en casa no nos sobraba el dinero. Hizo un gran sacrificio para que mi hermano y yo pudiéramos estudiar, ya que muchos años antes mi padre ya arrastraba su enfermedad.

—¿Cómo recuerda sus años de infancia y juventud en su pueblo?

—Los de la infancia: gloriosos. Los de mi adolescencia: fatales. La infancia gloriosa venía a raíz de mi familia paterna. Mi abuelo era un gran terrateniente de la comarca. Eran gente muy adinerada y, tras casarse, mis padres fueron a vivir a la casa del abuelo: una casa de unos 3.000 metros cuadrados, donde crecí como el hijo de un señorito. Recuerdo que en aquellos tiempos mi abuelo ya tenía un mechero de esos de gasolina; entonces eso era un avance tecnológico de primera. Me sentaba en su rodilla y me entretenía encendiendo y apagando el mechero para distraerme.

—¿Cómo pasó su padre de ser el hijo de un terrateniente a un ‘simple’ peluquero?

—Mi padre era una persona muy sensible y, lo de cortar el pelo, siempre había sido algo que le había atraído. Siempre presumía de que tenía un primo con una peluquería de siete sillones. Aprendió a cortar el pelo en la guerra con unos alemanes. Después de la guerra hubo unas movidas intrafamiliares muy complicadas. Un tío, Casimiro, cambió las titularidades de las propiedades y la casa pasó a manos de mi tía Mercedes. Entonces mis padres tuvieron que irse de alquiler y ponerse a trabajar.

—¿Tiene que ver ese contexto con su ‘juventud infernal’?

—Así es. En casa faltaba el dinero, mi madre se sacrificaba trabajando en el campo, intentando mantenernos, mientras mi padre caía en su enfermedad. Para mi madre, la cultura para sus hijos era lo más importante y se las apañó para mandarme al Instituto Donoso Cortés, en Badajoz. Sin embargo, lo dejé al ver la situación que teníamos en casa.

—¿Se puso a trabajar entonces?

—Sí. Pero yo no quería trabajar en el campo y me aproveché de la influencia de mi familia paterna. Unas primas de mi padre, Engracia y Teresa, trabajaban en las oficinas de emigración, que estaba muy regulada: no podías marcharte sin un contrato de trabajo. Entre ellas y mi tío Ricardo (que era administrativo de Regiones Devastadas, una empresa estatal) me consiguieron un contrato para que, nada más cumplir 18 años, pudiera marcharme a Alemania. El contrato que me dieron era para trabajar en la mina, pero se las arreglaron para que trabajara en una fábrica de mermelada.

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—¿Se marchó a Alemania a trabajar en la fábrica de mermeladas?

—Así es. Cualquier cosa con tal de ayudar en casa. En la fábrica solo estuve tres meses. A partir de entonces, me puse a trabajar como guía turístico en Paderbon. En realidad, tenía tres trabajos: los domingos aprovechaba las misas protestantes en la catedral, que eran masivas, para vender periódicos junto a unos amigos del ‘club español’. Nos sacábamos una pasta. Además, hacía horas en una carpintería y tocaba todos los fines de semana con un grupo de música. Ganaba tanto dinero que cada mes mandaba 5.000 pesetas a casa. Fue un viaje enriquecedor en muchos sentidos. Además de volver con el bolsillo lleno, volví con una serie de conocimientos que nunca hubiera imaginado, y con mi guitarra. Mi padre falleció cuando yo estaba allí. Yo mismo, trabajando en la agencia, me tramité mi propio billete de avión para asistir a su funeral. Cuando no cualquiera viajaba en avión, ¡ojo!

—¿Se quedó entonces en España?

—No. Volví un tiempo después. No podía dejar la vida que tenía allí de un día para otro (ríe). Cuando volví definitivamente fue para tratar de trabajar en una agencia de viajes en Aranjuez, a través de mi tío Manolo, que tenía influencia con Melià. Acabé trabajando como aprendiz de recepción en el hotel Meliá Madrid, con 20 años. Estuve tres meses aprendiendo antes de que me llamaran para decirme que me mandaban a un hotel que habían abierto en Ibiza. Me negué en rotundo, pero la alternativa que me dieron fue echarme a la calle.

—Entiendo que de esa manera llegó a Ibiza.

—Así es. De Ibiza apenas tenía noticias y la primera impresión fue negativa. Nada más llegar al aeropuerto, aluciné con las conexiones del autobús hasta s’Argamassa. ¡Tardé todo un día en llegar! Lo primero que hice al llegar al hotel fue reunirme con el director, Tur Olmo, y le dije que no quería trabajar en África. Me dio la misma alternativa que los de Madrid (ríe). Yo no era más que un zoquete, un chulito madrileño que venía de la gran ciudad y esto me parecía el Tercer Mundo. Ahora sigo siendo un zoquete (ríe), pero si sigo viviendo aquí es por lo mucho que he llegado a querer a Ibiza. Solo fue cuestión de empezar a moverme con los compañeros por la isla para aprender a apreciarla.

—¿Trabajó mucho tiempo en s’Argamassa?

—Sí. Durante la temporada de invierno me iba a otros lugares, pero siempre estaba deseando que volviera el verano para regresar a Ibiza. Yo era una especie de cónsul alemán, solucionaba los problemas de los alemanes (ríe). En 1971 decidí quedarme definitivamente en Ibiza cuando me contrataron en Cala Pada. Mi madre tenía psoriasis y le habían recomendado mar y sol, así que me traje a toda la familia a vivir aquí conmigo, en s’Argamassa.

—Además de traerse a su familia a Ibiza, ¿fundó la suya propia?

—Así es. Una noche de farra en la Cafetería Alberto, tocando y cantando, Alberto y yo conocimos a las que serían nuestras esposas. La rubia que conocí yo era Domitila, que era de un pueblo de Burgos, y no tardamos en juntarnos en el 75. Menudo follón tuvimos por no casarnos. Tuvimos dos hijos, Sergio y Eduardo, y ahora tengo las dos mejores maravillas del mundo: mis nietas Aria y Alma, que son de Eduardo.

—¿Trabajó siempre en la hostelería?

—Sí, pero aproveché mi relación con los alemanes y me dejé seducir por Elu para asociarme con él en una empresa de construcción, a la que me dediqué en paralelo. Estuvimos trabajando 17 años juntos hasta que un cáncer nos separó. En el 82 monté un complejo deportivo, el Atzaró, que se convirtió en la cuna de los primeros niños que jugaron al tenis, yo mismo los entrenaba. Y es que yo siempre fui muy deportista; ya jugaba a fútbol en Aranjuez, donde descubrí el tenis. También jugué en la Peña. En el 91 vendí el complejo para independizarme económicamente del todo, montando una empresa familiar de compra y reforma de casas payesas, que sigue activa, Alou Promotors S.L.

—¿Se dedicó a su empresa hasta su jubilación?

—No. Antes de jubilarme, Joan Costa, que era nuestro contable, me pidió que le dirigiera la construcción de las pistas de pádel de su club, Punt Groc. El resultado fue que me quedé como director del centro deportivo casi durante nueve años, que es donde me jubilé y donde sigo jugando a pádel, y enseñando a jugar a tenis a mis nietas.