Ángeles Benegas ante el puesto del Mercat Vell donde trabajó durante medio siglo. | Toni Planells

Ángeles Benegas (Córdoba, 1939) se convirtió en una figura fundamental para varias generaciones de ‘vileros’ desde su puesto del Mercat Vell. Allí vendió miles y miles de sus populares bocadillos de atún y aceitunas durante cincuenta años. Sin embargo, su carrera laboral en Ibiza llega más allá de la Marina con una larga etapa en el bar Moreta junto a su marido, Antonio ‘el Malagueño’.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Córdoba en plena postguerra, en una época en la que había muchísima miseria. Yo fui la primera de los siete hijos que tuvieron mis padres, Francisco y Ana María, pero como había tanta miseria nos tocó trabajar con ellos desde niños recogiendo algodón y aceitunas.

—¿Creció usted trabajando junto a su familia?

—Sí, hasta que tuve unos siete años y me escapé. Yo no quería trabajar en el campo, lo que quería era aprender, así que me escapé al convento de las monjas Adoratrices en Sierra Morena. Todo lo que sé es gracias a ellas. Allí aprendí a cocinar, a limpiar, a bordar… He llegado a bordar los mantos de la Virgen.

—Sus padres, ¿no fueron a por usted?

—Sí. Mi padre vino dos años y medio después. Se plantó ante las monjas y les dijo que si no me sacaban les prendía fuego al convento. Pero no tardé mucho en volver a escaparme para volver al convento. Esta vez con la complicidad del cura. Yo iba cada día a misa y le había confesado mi historia. ¡Él me dio el dinero para coger el autobús y poder llegar al convento! Estuve dos años y medio más. En total fueron los cinco años más felices de mi vida.

—¿Pretendía convertirse en monja?

—No. Lo único que quería era no ser una analfabeta. Por eso, la segunda vez que me marché lo hice yo por mi cuenta para ir a trabajar con mi familia a una casa. Yo ya era una jovencita y había un chico, Fernando, que me andaba rondando desde hacía tiempo. Me acuerdo que me ‘vigilaba’ cuando salíamos al jardín del convento.

—¿Tuvo éxito ese Fernando?

—¡No! (Ríe) Entonces yo no estaba interesada en los chicos. Pero la señora de la casa a la que fuimos a trabajar tenía un hijo que quería ser artista y ella quería quitarle esa idea de la cabeza y trató de engancharme con su hijo, Antonio. Al cabo de un tiempo mi padre me mandó a Barcelona a trabajar allí con su prima. Antonio y yo ya nos habíamos gustado y no tardó ni dos meses en venir a Barcelona y nos casamos enseguida, en 1960.

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—Entonces, ¿se le quitó la idea de hacerse artista a Antonio?

—(Ríe) No. Él era cantaor y montamos un bar flamenco en Barcelona. Allí puse en práctica todo lo que había aprendido en el convento y yo era la que se encargaba de la comida del local mientras él cantaba. Muy poco después nació nuestro primer hijo, pero me lo robaron. Después ya tuvimos a nuestra hija Ángeles y, más adelante, a nuestro hijo Toni. ¡Ahora ya soy hasta bisabuela!

—Un momento por favor. ¿Nos acaba de contar que le robaron a su primer hijo?

—Así es. Mi marido trabaja cantando y yo estaba sola cuando me puse malita y me fui al hospital. Allí mismo di a luz sin ningún problema, pero nunca llegaron a enseñarme a mi hijo. Lo único que hicieron fue decirme que se había muerto. Nada más. Nunca he olvidado a ese niño.

—¿En qué momento vino a Ibiza?

—En 1976. Mi hermana Conchi ya vivía aquí y ya se había traído hasta a mis padres. Nosotros también vinimos con toda la familia y montamos un bar en ses Figueretes, en la avenida España cuando todo era campo, donde estuvimos una buena temporada. Después estuvimos llevando el bar Moreta durante otra buena temporada. Allí teníamos un pajarito que mi hijo había criado y que iba a picotear las tapas de los clientes (ríe). Sin embargo, a mí no me gustaba mucho trabajar allí. Cocinaba hasta 15 tapas distintas y nada menos que 30 tortillas cada día. Justo delante estaba el colegio de Sa Graduada y los juzgados estaban al lado, era un no parar de trabajar.

—¿Estuvieron durante mucho tiempo al cargo del bar Moreta?

—Unos cuatro o cinco años. Hasta que la señora que llevaba el puesto de los bocadillos en el Mercat Vell se iba a jubilar y habló con mi madre para que se lo quedara mi hija. Pero a Ángeles no le gustaba, así que me lo quedé yo misma. Esa fue mi salvación. Allí he estado 50 años vendiendo los bocadillos de atún y aceitunas hasta que se lo ha quedado mi nieta. Ya os podéis imaginar la cantidad de niños que he visto crecer y tener niños que también he llegado a ver como padres. Siempre me sentí muy querida trabajando allí.

—Desde su puesto habrá visto también la evolución del barrio

—Ya lo creo. Ahora no es ni la sombra de lo que era. Al principio, la mayoría del barrio era gente ibicenca y había muy buen ambiente. Mis padres también vivían allí. Un ambiente muy distinto al que vino después, cuando sa Penya se llenó de otro tipo de gente. En esa época pasaron cosas muy malas, como cuando una vecina estaba barriendo su tienda y un drogadicto la mató. Pero prefiero no recordar malas experiencias porque también viví momentos muy bonitos y siempre me sentí muy apreciada.

—Más allá de su trabajo, ¿cultivó alguna afición?

—Sí. Mi marido montó una peña flamenca en Santa Cruz y por allí pasaron todos los grandes artistas: Antonio Molina, Valderrama, Junco, Rafael Farina y hasta el mismo Camarón de la Isla.