Pepa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pepa Boned (Can Tonió, Ibiza, 1931) es una de las últimas ibicencas que ha vestido de manera tradicional durante prácticamente toda su vida. Nacida durante la II República, Pepa vivió durante su infancia la Guerra Civil Española y creció durante los años de la Postguerra. Una generación que vio cambiar la Ibiza humilde de principios y mediados del siglo XX con la llegada del turismo y de las primeras oleadas de trabajadores que permitieron la entrada de la riqueza económica a la isla.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Can Vicent Tonió, en casa de mi abuela materna, que está muy cerca de Can Cifre. Yo fui la tercera de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Pep ‘Talaies’ y Esperança de Can Tonió. Joan y Maria eran los mayores, Vicent y Pep los pequeños.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—A la tierra. Fueron mayorales de distintas fincas, la primera la de Can Cantó al lado de donde ahora está el Aeropuerto, mucho antes de que le quitaran buena parte de las tierras que tenían allí para la ampliación. Luego estuvimos un tiempo en la finca de Can Palau, que estaba al lado de la de Pep Cantó. Durante todo el tiempo que estuve allí, nunca vi un avión en el aeropuerto. La pista de aterrizaje no era más que un camino de hierbas donde pastaban las cabras y las ovejas. Solo recuerdo que había militares y cuando vinieron ‘los moros’ (que eran del ejército) a hacer trincheras durante La Guerra. Más adelante fuimos a trabajar a la finca Can Calbet, que era de los de Can Cirer y estaba en Jesús. En Can Calbet estuvimos bastante tiempo, unos diez años, y fue la última en la que trabajamos en el campo. Desde entonces, siempre he echado de menos trabajar en el campo.

—¿Trabaja también usted en el campo?

—¡Ya lo creo! Yo era la que más trabajaba de todos los hermanos porque me gustaba mucho. Mi hermana y yo solíamos ocuparnos de segar la alfalfa, que después se vendía. Pero, además, también se sembraba de todo, hay que tener en cuenta que eran fincas muy grandes.

—Antes nos ha dado un apunte sobre los tiempos de la Guerra Civil Española, ¿guarda algún recuerdo de aquella época?

—Yo era muy pequeña, pero ya tenía conocimiento. En esa época mataron a mi tío Enrique, además de otra mucha gente. Cuando empezó vivíamos en casa de mi abuela, en Can Tonió, y desde allí se podía oír algún que otro trueno y recuerdo que pasamos bastante miedo. Todavía no había terminado La Guerra, poco después de hacer la Comunión, cuando nos fuimos a trabajar a la finca de Can Cantó. Cuando pasó La Guerra llegaron los ‘años del hambre’ donde prácticamente todo el mundo lo pasó bastante mal. Aunque hubiera dinero no había qué comprar y, además, en aquella época seguía habiendo mucho miedo. En casa logramos apañárnoslas porque sembrábamos y no nos faltaba comida, aunque tampoco nos sobraba nada. Recuerdo como si fuera ayer a mi abuela golpeando las algarrobas sobre las piedras de una pared del campo para ablandarlas y poder comérselas después. Hubo mucha miseria y la gente comía cualquier cosa.

—¿Tuvo la oportunidad de ir al colegio?

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—Muy poco. Apenas el tiempo necesario para aprender a leer, escribir y a hacer alguna cuenta. Fue durante el tiempo en el que estábamos en Can Cantó, pero enseguida nos sacaron de la escuela para ir a trabajar.

—Al dejar la finca de Can Calbet, ¿a qué se dedicaron?

—En aquella época mi familia se pudo hacer su propia casa, Can Talaies, al lado de Can Tonió. A partir de entonces ya no quisimos llevar más tierras y nos pusimos a trabajar unos aquí y otros allá. Mis padres y mis hermanos siguieron haciendo trabajos en el campo, pero ya no más como mayorales.

—Usted, ¿no continuó en el campo?

—No. Entonces yo tendría unos 20 años y comencé a trabajar en una casa de un señor como interna durante muchos años. Era la casa del cobrador de la contribución y yo me encargaba de cuidar de sus dos hijos, de limpiar y de hacer la comida durante todo el día. Por las noches me iba a dormir a casa, con mis padres. Estuve 17 años trabajando para este señor, que era el cobrador de hacienda, y no fue hasta entonces cuando me enteré de que me había estado pagando todo ese tiempo en negro, sin hacerme el seguro ni nada. A partir de entonces me dediqué a hacer horas limpiando casas hasta que me jubilé.

—¿Se casó?

—No. Hubo un tiempo en el que había uno quería casarse conmigo, pero no me gustaba. Era un poco raro. Decidí quedarme ‘fadrina’, en casa acompañando a mis padres. He estado en esa casa hasta hace unos años, cuando me vine a la residencia. Aquí estoy bien atendida y a gusto, pero reconozco que añoro mucho poder estar en mi casa.

—Muchas mujeres de su generación solían vestir de payesa, ¿era también su caso?

—Así es. He vestido de payesa hasta hace muy poco tiempo. Llevo solo un ‘par’ (payés) de años vistiendo ‘de corto’. Fue porque me lo propuso una asistenta que venía a ayudarme y que no se entendía con esa ropa. Ahora ya no quedan, pero en mi época era más fácil contar las que iban vestidas ‘de corto’ que las que íbamos de payesa. Por un lado tenía la ropa de ir cada día y, por otro, la de ir a misa. Todavía la conservo toda en mi casa.

—¿Qué recuerda de la llegada del turismo?

—Lo que más recuerdo es cuando empezaron a llegar los ‘murcianos’, que fueron los primeros que llegaron. La gente mayor les tenía miedo. Eran gente desconocida que vino, empezó a alquilar casas y a quedarse. Eso asustaba a los mayores, que no sabían cómo eran y que, en ocasiones, les daba miedo hasta ir a cobrarles el alquiler. Eran buena gente y a los más jóvenes no nos asustaban. Aunque les llamáramos ‘murcianos’, venían de lugares distintos de la Península y no les gustaba nada que nos refiriéramos a ellos con esta palabra. Lo mismo que ha pasado con todas las razas de gente que ha venido llegando desde entonces. A quienes no se les tenía miedo era a los turistas, estos traían dinero y siempre fueron bienvenidos.