Pepe Hinojo tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pepe Hinojo (Alcóntar, Almería, 1958) ha dedicado varias décadas a su oficio de taxista en Ibiza. Criado en la Sierra de los Fiblares, llegó a Ibiza en los primeros años 80 para trabajar en la construcción.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Alcóntar, Almería. A decir verdad nací en una aldea en plena Sierra de los Filabres.

—¿Quiénes eran sus padres?
—Mi padre se llamaba José, pero apenas llegué a conocerle, era carbonero y murió en un accidente de la carbonera cuando yo solo tenía tres años. Mi madre, Isabel, se casó en segundas nupcias con quien se convirtió en mi padre, Manuel Corral, con quien tuvo a mis cinco hermanos.

—¿A qué se dedicaban?
—A sobrevivir de la agricultura y la ganadería. En ese lugar de la sierra, la vida se basaba en la subsistencia. Cultivábamos trigo para hacer el pan de todo el año, cebada para dar de comer a los animales, garbanzos para nosotros, que sembrábamos en regadío, y para lo animales, que los sembrábamos en secano. Judías, remolachas y todo tipo de hortalizas y tubérculos para el consumo propio. Teníamos también algo de ganado ovino y caprino que se vendía de vez en cuando, igual que algunos lechones y algún queso que hacía mi madre para tener algo de dinero líquido.

—¿Cómo era la vida en la Sierra de los Filabres?
— El terreno era muy abrupto y los bancales estaban dispuestos en terrazas en los que apenas cabía la mula y teníamos que arar a mano. Estábamos bastante aislados del pueblo, para llegar teníamos más de dos horas de camino en mula por un camino muy estrecho. El que quería ir a misa al pueblo, tenía que echar la jornada entera. Miren si estaba aislado que el primer coche que llegó a mi casa fue en 1975, cuando vino mi madre con mi hermana Lucía recién nacida. Había muy pocas familias en el pueblo y, durante una época, hubo problemas debido a la consanguinidad.

—¿Podía ir a la escuela?
—Sí. Aunque siempre me tocó trabajar en el campo, cuando nació mi hermano Paco, yo tenía siete años y estaba cuidando de la piara de cerdos, ir al colegio siempre fue una prioridad en casa. Al principio hicieron una escuela, que quitaron en el 69. A partir de entonces fuimos a otra zona, al otro lado de la montaña, hasta que también la quitaron. Entonces nos mandaron a mi hermano Juan y a mí a la Escuela Hogar de Albos y después a la de Tíjola. Mis padres siempre se preocuparon porque tuviéramos una educación.

—¿Continuó con sus estudios?
—Estuve haciendo Herrería en Formación Profesional durante tres años, pero lo dejé por vago (ríe). Con 17 años estaba más pendiente de admirar monumentos que de aprender herrería. Después, tras un par de años trabajando en el campo y donde pude me tocó hacer la mili entre el 79 y el 80 en Pontevedra.

—¿Se reincorporó a su trabajo en el campo tras licenciarse?
—Al licenciarme volví al pueblo. Estuve unos días trabajando en Medio Ambiente, pero no me gustó. Mi tío Manolo se había marchado a trabajar a Ibiza, allí se casó con una ibicenca y, poco después, mi tío nos acabó convenciendo a mi otro tío, Juan y a mí para que fuéramos a trabajar la temporada.

—¿Cuándo desembarcó en Ibiza?
—En febrero de 1981. Mi intención era hacer la temporada durante seis meses y volver al pueblo con mi novia, Concepción. Sin embargo, llevo aquí 43 años. Enseguida encontré trabajo en la construcción y, aunque estaba lleno de payesas con tierras, yo estaba muy enamorado y volví al pueblo a por Concepción. Nos casamos en el 83 y tuvimos a nuestros dos hijos, Laura y Juanjo, que todavía nos deben algún nieto (ríe).

—¿Cómo fue el contraste de vivir en la sierra a vivir en la Ibiza del 81?
—Había estado estudiando F.P. en Almería y conocía algo más que el pueblo. No me costó adaptarme a Ibiza. El recibimiento de la gente que conocí fue genial. Yo soy una persona muy abierta y en Cala Llonga, donde vivía al principio, había un ambiente muy acogedor el invierno que llegué. Lo único que eché en falta era a mis amigos y a mi familia.

—¿Trabajó siempre en la construcción?
—Solo los primeros años, hasta el 85 que entré a vender materiales de construcción en Rampuixa. Luego estuve unos años con los camiones antes de meterme en el taxi en el 92. Al principio lo combinaba con la construcción hasta que conseguí la licencia en 2008. Hasta ahora, que pienso jubilarme del todo el año que viene, que desde que me operaron de la cadera en 2020 me fastidia mucho conducir.

—Tantos años en el taxi, tendrá mil anécdotas.
—Si las hubiera ido anotando, dejaría corto a El Quijote. Estuve 19 temporadas de noche y he visto de todo: desde tener que parar para que no tuvieran relaciones sexuales en el taxi, porque se encendían un porro… Sin contar la de cosas que se han dejado olvidadas en el taxi, teléfonos, relojes y cualquier cosa que siempre he devuelto. Una vez se dejaron una mochila llena de dinero y me gané una buena propina. Hay mil anécdotas.

—Alguna nos podrá contar.
—En el mundo del taxi se puede ver cualquier cosa. Todavía más si trabajas por la noche. Van ciegos y los mismos que son educados cuando los recoges en el aeropuerto, son los que te la lían al día después con todo el colocón. Desde el que te pide droga a la que te ofrece sexo como pago por una carrera. Una noche un grupo de mujeres me pidieron que las llevara a una casa perdida entre Sant Mateu y Santa Agnes. Eran turistas, jóvenes y guapas y, a medida que me iba metiendo por caminos recónditos y oscuros, se les iba notando la cara de terror. Cuando llegamos, no querían bajarse del taxi, me dieron la llave y me pidieron que bajara yo. Cuando vieron que la puerta de la casa se abría, que no había nada que temer, me dieron mil abrazos y me estuvieron llamando para que las fuera a buscar durante todas sus vacaciones.

—Usted, ¿pasó miedo alguna vez?
—Sí. A veces te toca pasar miedo a ti. El viaje en el que peor lo pasé fue en 1994. Todavía no habían encontrado asesinado a un compañero que había desaparecido cuando a las 11 de la noche se subió al taxi un hombre con un aspecto muy descuidado. Me pidió que le llevara a Sant Mateo y allí me hizo meter por un camino. Estuve aterrorizado hasta que, por fin, apareció la luz de una casa, nos paramos y salió un matrimonio a recibirle y abrazarle. Supongo que se daría cuenta del miedo que pasé, porque me dio 1.200 pesetas de propina. A la vuelta, tuve que beberme un litro entero de agua, tenía la boca como un trapo de los nervios. Eso me enseñó a superar los prejuicios por el aspecto de las personas. Otra vez lo pasé muy mal por una chica que recogí en Amnesia y se me quedó dormida en el taxi. Al llegar al hotel no se despertaba, resultó que había entrado en coma por alguna cosa que se había tomado. Unos días después volví a preocuparme por su estado y pude saber que se había recuperado. Temía por su vida. Y me asusté muchísimo.

—¿Considera que ha cambiado el perfil del turista en la noche de Ibiza?
—En el 92, cuando empecé, coger a un grupo de chicos podía implicar cierto peligro de que te la liaran. Coger un grupo de chicas significaba la garantía de un viaje tranquilo, eran más tranquilas. Pasados los años, ya no hay ninguna diferencia, puede ser tan problemático y mal educado un grupo de chicas como un grupo de chicos.

—¿A qué dedica su jubilación?
—A cuidar del huertecillo y a trabajar el esparto, el mimbre o la caña para hacer cestos. Aprendí de niño en el pueblo, cuando teníamos que fabricar nosotros mismos las espuertas, los sedanes, las cuerdas o los moldes de queso para mi madre. Ahora hago talleres en la Plataforma Sociosanitaria y, lo que ganamos lo. Destinamos a la asociación Magna Pitiusa.