Enrique Torres (La Marina, 1930) vivió durante su infancia los años de la Guerra Civil Española y los años del hambre de la Postguerra. Una época que mantiene fresca en su memoria a las puertas de sus 94 años de vida. Una vida intensa que pasó por Barcelona y Argelia, siempre con su Ibiza natal como centro.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en la calle Castelar, delante de la fuente de Canalejas, en un piso que mis padres, Enrique de Can Manyà y Vicenta de Can Tonió tenían alquilado. Yo era el segundo de cuatro hermanos, Alfonso era el mayor y Pepe y Ligia los pequeños.
—¿A qué se dedicaba su familia?
—Mi madre se ocupaba de nosotros y de la casa. Mis abuelos habían tenido una tienda de ultramarinos en la calle de Sa Creu, pero a lo que se dedicaba mi padre era a hacer de recadero. Tenía un carro pequeño, como el de los animales, pero pequeño y el animal era él mismo. Se dedicaba a ir haciendo lo que le pedían los camioneros que venían de los pueblos. Cuando venía el camión desde, por ejemplo, Sant Joan, llevaba una lista con lo que le pedían los del pueblo y le mandaba a mi padre que llevara unas maletas allí o que comprara tal cosa allá. Peseta a peseta, le daba para irnos manteniendo a la familia.
—¿Creció en el barrio de La Marina?
—Allí estuve hasta que tuve seis años. Justo cuando tenía que estrenar Sa Graduada había estallado la guerra hacía dos meses y nos marchamos a Can Tonió, muy cerca de Can Cifre, para refugiarnos ese mismo julio. Así que fui al colegio a Sant Jordi. En Can Tonió estaba prácticamente toda la familia de mi madre, entre todos seríamos unas diez personas y solo había dos habitaciones y una cocina. Pocos meses después de estar allí, en octubre, los de la ‘gloriosa Falange' mataron a mi padre a tiros, como a un conejo, en el cementerio viejo de Vila.
—¿Recuerda la muerte de su padre?
—No. Él no quería dejar su negocio de Vila y lo cogieron allí. En realidad le cogieron dos veces, la primera vez intercedió por él Francisco Vilás, el padre de Julián, que también lo tuvo escondido en su casa, y le soltaron con la condición de que no volviera a Vila hasta que la cosa se calmara. No hizo caso y le cogieron cuando volvió. De allí le llevaron al cementerio y le fusilaron junto a dos hombres que enterraron allí mismo. Cada año acompañaba a mi madre por Tots Sants a ponerle flores y arreglaba la cruz de madera que habían puesto siempre que se rompía. Hace mucho tiempo, creo que querían aplicar el cementerio y desenterraron los cuerpos. Los colocaron en tres ‘senalles' y llamaron a mi madre para ver si podía identificar cuáles eran los restos de mi padre. Enseguida señaló una de las ‘senalles' porque era el único al que le faltaba el diente que le faltaba a mi padre. También le pidieron que asegurara que el resto de huesos eran los suyos. Como eso no lo podía asegurar, volvieron a enterrar los restos donde estaban. Desde entonces, ya no volvimos más. Hace unos años los de la Memoria Histórica me preguntaron dónde estaban los cuerpos. Yo se lo indiqué y cuando encontraron los huesos, me pidieron una muestra de ADN, pero al final resultó que los huesos no tenían suficiente carga genética y no pudieron confirmarme cuáles eran los de mi padre.
—¿Cómo vivió usted la Guerra Civil Española?
—La verdad es que escuché pocos truenos desde Can Tonió. Solo los de ese barco alemán y cuando ese avión tiró unas cuantas bombas en Vila. Del barco alemán recuerdo que llevaron los cuerpos al puerto y los cargaban en un carro, como si fueran sacos de patatas, para llevárselos al cementerio. Cada vez que escuchábamos jaleo desde Vila nos íbamos al bosque, a escondernos debajo de un algarrobo durante todo el día. Esas noches íbamos por un sendero a dormir por los hornos de cal de los de Cas Mut o donde fuera. Había mucha gente, nos juntábamos 30 o 40 personas, todos los de mi familia, los de Can Tití, los de Can Cifre… El recuerdo que tengo de la guerra va más relacionado con el hambre que pasamos.
—¿Pasaron mucha hambre?
—Durante la guerra, mucha, pero después todavía más. Sin embargo, el hambre nos hacía agudizar el ingenio. En una ocasión encontré un horno que daba a la parte de fuera de una casa, la de los Mestre. Destapé la chimenea y vi que estaba lleno de algarrobas (que se tostaban en el horno y se dejaban allí para que no fueran los bichos). Total, que llamé a mi hermano Alfonso y a mi primo Antonio, que íbamos siempre juntos, y nos liamos a pedradas hasta que logramos hacer un agujero para sacar todas las algarrobas que pudimos. ¡Lo hicimos para comer, no para hacer el gamberro! Si es que mi madre me mandaba a comprar algarrobas con la cartilla y, cuando me tocaba el turno, apenas quedaban las orugas. También íbamos a rebuscarlas cuando se habían recogido, rebuscábamos por todos lados como si fuéramos gavilanes. Nos comíamos las algarrobas partidas por la mitad y a la plancha. La verdad es que estaban muy buenas. Tendría 16 o 17 años y trabajaba en la finca de Can Ferràs, que era de Abel Matutes, y cada tarde el mayoral cocía una caldera de boniatos para los cerdos. Mira si pasaba hambre que iba a esa hora a darme bofetadas con los cerdos por comer un par de boniatos. Llegué a compartir la ‘pastera' con los cerdos de los Matutes, sí, pero también compartí mesa con el mismo Abel. Cuando venía a la finca se traía a Abelito, que era un diablo de seis o siete años, y siempre me tocaba a mí hacerle de pastor.
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—¿Trabajó desde niño en esa finca?
—No. Cuando era niño, con tal de comer, me iba con los militares de Cas Serres. Me pedían recados y, poco a poco, fui conociendo a los mandos y estuve yendo desde los seis hasta los 12 años. Seguí, un militar que era sastre, me hizo un traje militar a base de retales. Años más tarde volví al mismo lugar para hacer la mili.
—¿Pudo estudiar?
—Sí. Primero fui a Sant Jordi pero, para poder seguir estudiando, me tuve que sacar el carnet de la Falange. Pero yo era ‘el hijo de un rojo' y los mayores nos hacían todas las perrerías del mundo. Desde beber agua salada o aceite de ricino, a encerrarnos en un baño todo el recreo. Me convirtieron en un animal. Cuando tuve 12 años me mandaron a Barcelona con mis tíos, Carmen y Toni, y allí seguí yendo al colegio. Los catalanes no se enteran y confunden Ibiza con Mallorca. Cuando uno de ellos me llamó mallorquín no me pude contener: le partí la cabeza y casi me acaban echando del colegio. Después fui al instituto y, un día jugando a la pelota, otro chaval me llamó ‘puto mallorquín'. ¡La hizo buena! Lo de ‘puto', vale, pero por lo de mallorquín se llevó tal ‘paperina' que quedó tendido en el suelo. Claro, allí tuve otro ‘conflicto diplomático' más. Menos mal que fue fuera del instituto y no me echaron.
—¿Estuvo mucho tiempo en Barcelona?
—Unos tres años. Volví cuando terminó la II Guerra Mundial, mi madre me hizo volver. A partir de entonces hice de todo lo que me vino. El trabajo no salía de debajo de las piedras. Trabajando en Sa Caleta para los militares tuve otro ‘conflicto diplomático' y me acabaron mandando a trabajar a Santa Gertrudis, al ‘batallón de castigo', para ver si me aborrecía y me marchaba. Pero les aborrecí yo antes a allos (ríe). Luego me tocó hacer la mili, que me las apañé para hacerla en Cas Serres y la hice como un rey. Yo ya ‘festejava' con Maria desde el mismo día que cumplí 19 años, pero ella vivía en Barcelona. Me las supe apañar para que me dieran un permiso de una semana y que me pagaran los billetes. A la vuelta me mandaron a hablar con un sargento en Vila. No me conocía y, cuando me presenté, se puso a buscarme en el paquete de libretas donde nos tenían a todos apuntados. En cuanto salió a buscar alguna cosa busqué mi ficha, arranqué la hoja de mi expediente de la libreta, me los metí en el bolsillo y me marché. No me vieron nunca más en el cuartel.
—¿Qué hizo entonces?
—Probar muchos oficios y quedarme con el de albañil. Maria se había ido a Argelia y solo nos comunicábamos con el internet de antes: por cartas. Tuve que esperar tres años para poder ir a Argelia con ella. Pero la cosa no estaba muy bien, era 1955 y solo aguanté un año y medio. Vi más agujeros de balas y metralletas que nunca. Girabas una esquina y te metían una ametralladora en la tripa. Trabajabas un día aquí y otro día allá y, a la hora de cobrar, nunca encontrabas al que te había contratado. En todo ese tiempo apenas podía ver a Maria, así que volví a casa.
—¿Volvió con Maria?
—No. Volví solo. Maria vino un poco más tarde, cuando tuvieron que operarla y, como le mandaron reposo, se casó conmigo. Era 1957 y enseguida tuvimos a nuestro primer hijo, Enrique. Después vino Nieves y 12 años más tarde tuvimos a Susana. Ahora ya tenemos seis nietos y tres biznietos: Agnès, Marc y Alicia.
—¿A qué se dedicó tras casarse?
—Estuve trabajando unos años en la construcción de los hoteles de Matutes. También trabajé en la construcción del antiguo ambulatorio, donde ahora está la Policía. Cuando terminamos necesitaban a alguien para el servicio técnico y me contrataron. Estuve allí hasta que me jubilé con 59 años debido a una enfermedad en la vista que ya me ha dejado prácticamente ciego hace unos dos años.
—¿A qué ha dedicado su jubilación?
—Sobre todo, a viajar con el Imserso con Maria por todos lados. También hago bastones, de hecho, en todos los hoteles donde hemos estado tienen alguno de mis bastones.
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