Marlies frente a su tienda tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Marlies Beckmann (Hamburgo, 1950) llegó a Ibiza por casualidad junto a su pareja a finales de los años 70. Un imprevisto que les llevó a instalarse en la isla de por vida, viviendo los últimos coletazos de la Ibiza hippy y convirtiendo la artesanía del cuero en su forma de ganarse la vida en pleno centro de Santa Gertrudis.

¿Dónde nació usted?

Nací en Hamburgo, en una casa al lado de un dique al lado del río Elba. Allí viví, en el campo, hasta que tuve seis años y mi padre heredó unos terrenos en una zona industrial bombardeada durante la II Guerra Mundial, donde construyó un edificio. Mi madre, Anne Marie, era refugiada del Este, donde se quedó su padre, que era pastor, y de quien no supo nada durante años hasta que se enteró de que los rusos le habían matado.

¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi madre había sido enfermera y mi padre era dentista. La verdad es que tanto mi hermano pequeño, Ulrich, como yo tuvimos una infancia acomodada y tuvimos una buena educación. Yo pude estudiar Biología, y aunque empecé a trabajar en un laboratorio de inmunobiología, vi que la competencia era salvaje y decidí estudiar Medicina. Aunque solo llegué a estudiar uno o dos semestres.

¿Por qué no continuó con los estudios de Medicina?

En aquella época tenía un novio, Klaus, y fue cuando empezamos a conocer el mundo del bonsái y el ‘yamadori’. Yamadori es la técnica de buscar bonsáis en la naturaleza y pensamos en dedicarnos a eso. Así que decidimos coger nuestra furgoneta Volkswagen, una ‘Bulli’, para ir al norte de África a buscar bonsáis. Lo que pasó es que nuestra ‘Bulli’ se estropeó cuando llegamos a la Península y, como teníamos a un amigo que trabajaba en un hotel de Ibiza, decidimos coger el barco, venir a la isla unos días y arreglar la furgoneta. Lo que no sabíamos es que en Ibiza íbamos a encontrar tantos bonsáis. Vivíamos en la furgoneta y teníamos los árboles en el techo. No era el mejor lugar para tener los bonsáis, así que encontramos una amiga que nos dejó guardarlos en la casa donde vivía en Sant Mateu. Se llamaba Doris, aunque se cambió el nombre por Jaya cuando entró en una especie de congregación de sanyasin que seguía a un gurú que se llamaba Bagwan (Osho), y estaba embarazadísima. Como en aquella época no había teléfono, nos pidió que nos quedáramos con ella para que la ayudáramos cuando llegara el momento del parto. Asistir al parto de Joana (yo le puse el nombre) nos hizo decidir a Klaus y a mí tener hijos y, con los años, tuvimos a Aladín y a Domino, que nacieron en Ibiza.

¿También decidieron entonces quedarse en Ibiza?

No fue una decisión meditada. Al principio, pese al disgusto de nuestros padres, decidimos quedarnos un año en una casa que alquilamos en Sant Mateu. Desde entonces han pasado unos 45 (ríe). Nuestra amiga se enamoró de un americano que había huido de la Guerra de Vietnam. Este hombre trabajaba el cuero y le acabó enseñando el oficio a Klauss, que continuó cuando ellos se marcharon de Ibiza. Vendíamos el material que fabricábamos en la cocina de casa a tiendas como Sandal Shop, en Dalt Vila. Yo trabajé como ayudante de un curandero alemán que se hacía llamar ‘Emilio Chefmanos’ y que trabajaba con péndulos. Yo creía que con él podría aprender sobre plantas medicinales, pero no aprendí nada: todos los pacientes tenían lo mismo y la cura era ‘muy complicada’.

Llegaron a Ibiza con su furgoneta, trabajaban el cuero, cultivaban bonsáis… ¿Considera que vinieron a Ibiza como hippies?

Llegamos a Ibiza por casualidad y ya llevo 45 años. Eran finales de los 70 y la época hippy ya empezaba a aflojar un poco. Pero sí que llegamos a tiempo de vivir las fiestas en el campo como las ‘fool moon party’ en Sant Joan, junto a gente de todas las nacionalidades que te puedas imaginar. Honestamente, sí que se nos podría calificar un poco como hippies de esa época. Recuerdo que venía a cobrar la dueña de la casa y yo iba desnuda (ríe). Para nosotros era lo normal si era verano y hacía calor, pero para los ibicencos no tanto (ahora tampoco lo sería para mí) y nos veían como ‘los peluts’. Eso sí, siempre tuvimos muy buena relación.

¿Siguieron trabajando el cuero en casa?

Sí, hasta mediados de los 80, cuando empezamos en un local de Santa Gertrudis, junto a una socia con la que no nos fue muy bien. Sin embargo, tuvimos mucha solidaridad por parte del pueblo para que continuáramos y nos ofrecieron lo que era un corral de cerdos de los dueños del estanco y lo reformamos y adecentamos, todavía tengo elementos de ese corral como decoración. Allí estuvimos unos cuatro años. Klaus estaba obsesionado con montar la tienda en la plaza de la iglesia y al final conseguimos mudarnos donde había sido el almacén del carro de la familia del estanco y donde sigue hoy en día nuestra tienda, ‘Te Cuero’. El primer mes de julio ya doblamos los ingresos. Klaus, que nos dejó hace 12 años, tenía razón. Aunque yo sigo trabajando cada día, mi hijo Aladín es quien sigue con el oficio. Cuando era pequeño ya se hacía su propia mochila para ir al colegio y se ha convertido en un verdadero profesional.

¿Cuál ha sido su relación con Santa Gertrudis a lo largo de los años?

La gente del pueblo siempre me ha hecho sentir como una más y siempre he estado muy integrada. Todos hemos sido en parte responsables del desarrollo que ha sufrido el pueblo hasta convertirse en ‘pijolandia’. No voy a juzgarlo, pero una vecina me comentaba que nosotros nos integrábamos en el pueblo como uno más, pero que la gente que viene ahora va a su bola, trabajando ‘online’ sin intención de integrarse. Mis hijos han ido a matanzas y siempre han estado interesados en las tradiciones y la cultura de Ibiza.

¿Continuaron cultivando bonsáis?

Sí. Poco a poco fuimos aprendiendo cada vez más y llegamos a tener hasta 200. Cuando Klaus murió regalé la gran mayoría a nuestros amigos junto a un libro. Solo me quedé con los cuatro a los que más cariño tengo. Entre ellos a ‘Molts anys i bons’, una sabina de 1.200 años (tal como nos confirmaron en un laboratorio de Alemania) que encontramos en Santa Agnès tras una roca plana que nos permitió sacar todas las raíces sin dañarlas.