—¿Dónde nació usted?
—Nací en La Puebla de Cazalla. Creo que soy el único de ese pueblo en Ibiza (ríe irónicamente). ¿Sabéis por qué hay tanta gente de mi pueblo en Ibiza? Porque cuando hicieron las obras del aeropuerto el jefe de obra era de La Puebla, Diego Pazos, ‘el Granaíno', y como necesitaban muchos trabajadores los iba a buscar a su pueblo.
—¿A qué se dedicaba su familia?
—Mi padre, Antonio, tenía un tejar y fabricaba ladrillos y tejas, igual que su padre y su abuelo. Mi madre, Ana, se ocupaba de la casa y de cuidarnos a mí y a mis cuatro hermanas. Éramos una familia humilde pero, como decía mi madre, «hay pobres, pobrecitos y pobretones». Nosotros tuvimos la suerte de ser solo pobres. Había otras familias que no tenían más remedio que, por ejemplo, mandar a algunos de sus hijos con otras familias para que les mantuvieran a cambio de trabajo en el campo, porque no podían mantenerlos a todos. De toda mi calle, que era muy larga, yo y mis hermanas éramos los únicos que íbamos al colegio. Aunque allí, la asignatura más importante era rezar el rosario y cantar el ‘Cara al sol'.
—¿Le tocó trabajar con su padre desde niño?
—Más que trabajar, cuando salía del colegio y le llevaba la merienda a mi padre, me mandaba hacer ‘tareítas' como liarle los cigarros o echar una capa fina de arena para que no se pegaran las tejas o los ladrillos. Pero nunca me obligó a hacer ningún trabajo duro. Donde me pasaba la vida era en la Escuela Municipal de Música. Allí aprendí a tocar el bombardino y la trompeta.
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en La Puebla?
—Recuerdo que jugaba mucho con una niña, que se llamaba Nicolasa. Su padre era empleado del mío además de jugador de fútbol. Yo no tendría más de cinco años cuando desapareció del mapa y nunca más la volví a ver ni a saber de ella. La echaba tanto de menos que, cuando me veía reflejado en el agua de una balsa que tenía mi tía, creía verla y gritaba su nombre. Más adelante tuve otra amiga del pueblo con la que iba siempre, Dolores, una especie de novia de la niñez con la que ni siquiera nos dimos la mano. Eso sí, siempre estábamos juntos jugando, cogiendo flores o comiendo pipas. Pero su familia se marchó a Barcelona y también me dejó tirado (ríe). Tampoco la volví a ver nunca más.
—¿Siguió estudiando al terminar el colegio?
—No. Me puse a trabajar con mi padre hasta que me tocó hacer la ‘mili'. Cuando terminé, le propuse a mi padre comprar maquinaria para modernizar la fábrica, pero me dijo que no. Que había que trabajar de la misma manera que lo habían hecho su padre y su abuelo. Eso no era para mí: lo único que había era mucho trabajo, muy duro y sin horarios ni ningún día libre. No había un futuro para mí, así que decidí marcharme. ¿Dónde? Pues a algún sitio donde hubiera muchos turistas e hiciera falta algún músico.
—¿Así llegó a Ibiza?
—Así es. Llegué el 13 de enero de 1967 con mi maleta, mi guitarra y mis 25 años y enseguida encontré un sitio donde tocar: el Babalú de Sant Antoni con Toni Ribas y Luis Erro. Tampoco tardé nada en enterarme de que había una banda de música en Vila ni en ir a hacer la prueba, que pasé enseguida. Desde entonces empecé a tocar en la Banda con don Victorino. En el Babalú estuve poco tiempo, porque me salió otro local en Vila, el Poker's.
—¿Qué impresión tuvo al desembarcar en Ibiza?
—Lo primero que me llamó la atención fue el número de mujeres vestidas de payesa que había. Sobre todo en Sant Antoni. No solo eran mujeres mayores, también había muchas chicas jóvenes vestidas de payesa al lado de la iglesia. También es verdad que eran las fiestas de Sant Antoni, pero cuando ibas al Mercat Vell de Vila, ese paisaje lleno de payesas era tal cual lo pintaba ‘Portmany' a las puertas del Rastrillo.
—¿Se pudo ganar la vida como músico?
—No. Lo de tocar era un buen extra. Tan bueno que en 1970 ya me pude comprar un buen piso con una pequeña hipoteca. Tocaba por la noche y trabajaba de día. Los primeros meses trabajé de albañil hasta que se enteraron de que sabía hacer cuatro números y me metieron a aprendiz de fontanero. Después estuve trabajando en la oficina de Correos cuando estaba en Vara de Rey. En esa época, cuando trasladaron la oficina a Felipe II, fue cuando conocí a Otilia, con quien estuve casado hasta hace 23 años. Desde entonces, mi compañera es Anita. Con Otilia tuvimos a nuestros cuatro, hijos: Ana María, Otilia, Diego y África, que me han dado a mis cinco nietas: Elisa y Raquel, Eva y Joana, y Uma.
—¿Trabajó mucho tiempo en Correos?
—No, unos cuatro años. Después estuve diez años trabajando en la farmacia Puget, al lado del Mercat Vell. Allí también llevaba distintas representaciones gracias a que los de la farmacia me dejaban un espacio en su almacén para mis productos. Aunque me trataron muy bien, después me puse a trabajar como representante de Loreal durante unos años antes de montar mi propia empresa de distribución de perfumería, además de las perfumerías África y la boutique Baró. Ahora, desde 2006, ya estoy jubilado.
—¿Estuvo mucho tiempo en la Banda Municipal?
—Sí, muchos años. Victorino era, además del director de la Banda y de la Escuela, mi amigo, muy buena persona y un hombre muy humilde. También era muy buen músico. Cada domingo tocábamos un concierto diferente en Vara de Rey. Cuando se jubiló me recomendó para ser profesor en la Escuela y a Manolo Marí como director. Estuvimos bastante tiempo con la ayuda de Pro Música, hasta que vino un director nuevo que no nos encajó bien. Entonces Gilberto, de Pro Música, y yo, montamos una escuela de música en un local que nos prestó la Alianza Francesa en ese portal en el que esa mujer vendía ‘catufas'. Ni cobrábamos nada a nuestros alumnos ni cobrábamos nada nosotros. El piano lo pagó Pro Música con ayuda de los padres de los alumnos. Ese piano es el que se sigue utilizando hoy en Can Ventosa. Con los años, se incorporó Manolo Ramón y se volvió a reunir la banda de don Victorino con nuevos chicos. La misma banda que hay hoy en día.
—¿Qué significa la música para usted?
— Para mí, la música es una droga. Cuando estaba deprimido o de mal humor, cogía la guitarra, me encendía un puro, los dejaba en el atril y, a los tres minutos se me pasaba todo. (Se le ilumina la cara). La música era mi vida. Cuando iba a tocar por las noches y me pagaban, me sentía como si me regalaran el dinero. La verdad es que la música también me ha dado mucho dinero (ríe). Me juntaba con una serie de músicos mercenarios con los que tocaba en los hoteles. Con Octavio toqué durante años, igual que con Lucio Ángel, que tocaba el saxo.
—¿Siguió con la música tras su jubilación?
—Nada más jubilarme me compré un piano para seguir tocando porque la artrosis ya me fastidiaba demasiado para tocar la guitarra. Pero desde que tuve un ictus hace año y medio, ni piano ni guitarra ni nada. Se acabó la música. No te mueres de golpe, te mueres poco a poco viendo cómo va desapareciendo tu mundo y tus amigos.
—¿Puede seguir disfrutando de la música de alguna manera?
—Sí. Yendo a todos los conciertos que puedo. Mi hija Ana María es la secretaria del Patronato de Música. Ella tocaba la trompeta en la Banda. Otilia no llegó a tocar en la Banda pero tocaba la flauta. Ellas fueron las dos primeras niñas que entraron a estudiar en la Escuela Municipal de Música. Aunque al principio le sonó un poco raro, don Victorino no puso ningún problema. Diego empezó a estudiar, pero el cabrón se aprendía las lecciones de oído y no aprendía a leer. Si le ponías a mitad de lección se perdía. Ahora lleva él, junto a mi yerno, la empresa. África estudió saxo, pero lo dejó. Mis nietas tocan el chelo y la viola.
—¿A qué dedica su jubilación?
—A poca cosa y después del ictus todavía menos. Me miro mucho las noticias y otras cosas por internet. De hecho, hace poco que por Facebook me contactó alguien que me dijo que de joven tocaba el bombardino. ¡Era mi amiguita de la infancia, Dolores! Después de 70 años vio mi foto y me reconoció y yo adiviné enseguida quién era ella. Ahora seguimos en contacto por el Facebook.
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