Eric-Jan tras la charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Eric-Jan Harmsen (Laren, 1958) pasó tres décadas de su vida al frente del Teatro Pereyra junto a su esposa Kees. El amor y su vocación por la música convirtieron el histórico establecimiento en una referencia de la música en directo y el ocio nocturno de Ibiza para varias generaciones.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblecito que se llama Laren, una zona pija que está a 20 minutos de Amsterdam. Mi familia tenía una de las mayores fortunas de Holanda. Mi abuelo Bob invirtió mucho dinero después de la II Guerra Mundial, en la época del Plan Marshall, y se hizo muy rico a base de participar en muchas de las empresas que abrieron entonces. Mi padre, Eric, como era hijo único, ya nació millonario. Yo fui el segundo de los tres hijos que tuvo con mi madre, Dini. Ella decidió morir hace unos meses con 102 años, cuando se tomó unas pastillas con una copa de champán. Murió de la misma manera que vivió: cómo y cuando ella quiso.

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia?
—Al principio tuve una juventud relativamente bonita y muy ‘mimada'. Aunque apenas viera a mis padres, siempre estaba rodeado del servicio, de niñeras y chóferes que nos llevaban y traían del colegio en la limusina. Creo que mi padre tenía hijos para poder hablar de ellos en el club de golf. Jamás lo vi sin su traje de tres piezas y corbata. Como era un ludópata pero con clase, lo que hacía era ‘apostar' (invertir) en bolsa. De esta manera, en el ‘Lunes negro' de 1987, lo perdió todo en un día en el famoso ‘crack' de la bolsa. Pero para entonces yo ya era mayor.

—¿Pudo disponer de una buena educación?
—No sé qué contestarte, porque a partir de los 11 años me empezaron a mandar a internados y a institutos de corrección. Ese tipo de internados crean un trauma a niños de esas edades que cuesta mucho trabajo superar a base de psicólogos y psiquiatras. Me pude liberar de esa etapa a los 17 años, cuando me fui a estudiar Derecho. Lo que yo quería era ser músico desde que vi un concierto de Tete Montoliu en Holanda, me enamoré del jazz y me cambió la vida. Pero mi padre me obligó a estudiar Derecho y, para darme una lección de vida, me obligó a pagarme los estudios tocando el piano. En paralelo estudiaba en el Conservatorio para aprender a hacer mis propias composiciones. Él solo me daba 400 florines (menos de 200 euros) al mes. El resto me lo ganaba yo tocando el piano en distintos locales. Una vez, mientras tocaba en un bar, una mujer me dejó su número de teléfono sobre el piano. Ella era famosa y la llamé pensando que sería para tocar en una fiesta en su casa. Me preguntó dónde vivía y si estaba solo en casa. Media hora después estábamos haciendo el amor bajo el piano. Nos enamoramos locamente, pero estaba casada. Además, como era una actriz famosa, estaba el peligro de que nos cazara la prensa rosa. Era la más guapa de toda Holanda. Por eso opté por marcharme a Nueva York.

—¿Pudo terminar la carrera de Derecho?
—Así es. Pero nunca ejercí, yo quería ser músico. Me fui a Nueva York nada más licenciarme. Llegué prácticamente sin zapatos, buscando garitos de jazz y el ‘you can make it there'. Lo único que tenía era la última novedad de ese momento: un walkman de Sony. Vivía en una habitación de dos metros cuadrados y componía en el piano de un conservatorio las piezas de amor que grababa en una cinta para mandarle cada viernes a mi novia en Holanda con un ramo de rosas. Un día, iba escuchando en mi walkman uno de esos temas cuando alguien me tocó por la espalda. Sorprendido, me preguntó qué era eso. Yo le dije que un walkman y se lo dejé probar. Cuando le puse los auriculares me volvió a preguntar qué era eso, pero esta vez se refería a la música. Cuando le dije que la había compuesto yo mismo me dio su tarjeta y me citó para el lunes siguiente en su despacho. Se trataba de un productor de películas infantiles. Me acabó contratando para componer música para cientos de películas y series infantiles. ‘The Bluffers', por ejemplo. Toda una generación de niños creció cantando mis canciones.

—¿Estuvo mucho tiempo componiendo música infantil?
—Seis años. Se hacía todo de manera analógica y artesanal, contrataba músicos de orquesta, coros y hasta profesionales que hacían efectos y sonidos. Cada película tenía 40 minutos de música y dos canciones, ¡y se pagaba por segundos! Hice mucho dinero. Eso sí, vivía en el estudio, dormía allí mismo en el suelo (ríe). Un día sonó el teléfono y, no sé por qué, lo cogí yo. Era una mujer que preguntaba por alguien que yo no sabía quién era, pero por alguna razón acabamos hablando. Me preguntó por qué estaba en Nueva York y se lo conté todo. Sería una especie de bruja porque me dijo que, si quería que esa mujer se casara conmigo, debía llamarla enseguida y decirle exactamente lo que ella me dijo. Nunca supe quién era esa mujer del teléfono, pero le hice caso. Kess me dijo que se separaría para casarse conmigo.

—¿Volvió a Holanda para casarse con ella?
—Así es. Nuestros hijos fueron Juangui, Keesy y Tess, que se ha convertido en payesa y tiene a mi nieto Teo. Y es que ellos ya nacieron en Ibiza.

—¿Cuándo llegó a Ibiza?
—Vinimos en el 85. El sueño de Kees era tener un teatro. En Ibiza no había ningún lugar con piano y tocar el piano era lo único que yo sabía hacer. De esa manera, por amor, hice el Pereyra. Lo inauguramos el 8 de agosto de 1988 con Tete Montoliu y lo llevamos durante 30 años. El tiempo que duró el contrato. Ella es mayor que yo y se jubiló antes de que cerráramos. Nuestra relación no pudo soportar mi ritmo de trabajo nocturno y nos acabamos separando. Hasta entonces yo jamás había bebido, entonces caí en la trampa y en un par de años de locura. Me llegaron a prohibir ir al Pereyra. Esa etapa pasó gracias a una antigua clienta del Pereyra con la que contacté por Facebook, Roberta. A los seis meses de reencontrarnos nos casamos. Con ella he encontrado ese amor pleno y poético que solo vemos en las películas.

—¿Cómo fueron sus inicios en el Pereyra?
— Antes de que lo llevara yo, lo llevaba una familia que hacía generaciones que lo tenía alquilado a la familia Matutes. El cine lo llevaban entre los Matutes Tur y los Vilás. Tuve que hacer una obra que me acabó costando 90 millones de pesetas. Los Matutes me hicieron un crédito de 35 millones. Yo era amigo de Freddy Heineken, que vino a Ibiza con la junta directiva de la Damm y se creyeron que era su hijo (ríe).

—¿Tanto había que reformar?
—Es que en el piso de arriba estaban las oficinas de Patrimonio y habían hecho unas obras (sin permiso ni nada) que hundían el techo. Por eso, en vez de una reforma menor, tuve que hacer una obra mayor. Cuando me lo quedé, el corazón de Ibiza estaba en el puerto. Allí es donde iba toda la gente y el turismo. La zona del Pereyra y del Parque se habían convertido en una zona donde la gente solo aparcaba el coche. Allí bajaban los chavales de sa Penya y desvalijaban todos los coches que podían. Era una zona oscura e insegura. Cuando llegué, le dimos luz a esa zona y empezaron a abrir tiendas, restaurantes, bares… Además, cubría una franja horaria que estaba muerta, entre las 12 de la noche, cuando tenían que cerrar en el puerto y las tres, cuando abrían las discotecas. Cubrir esa franja fue uno de los secretos del éxito del Pereyra. Otro de los secretos fue la misma Kees, que era tan guapa que los hombres venían solo para verla a ella. Yo era un absoluto borde y Kees era la que se encargaba de hablar con los clientes. El Pereyra se convirtió en el corazón latente de la Marina. Abría 22 horas al día. Cerraba de seis a ocho para poder limpiar. Como es lógico, la bebida más vendida era el gin tónic, pero la segunda era el café con leche de las mañanas. Abría todo el día. Con el tiempo, en paralelo, abrí otros negocios como el Cubasino, el Chez Françoise o la Casa Rosa. Ahora me he quedado solo con el Petit Pereyra, en Talamanca, donde disfruto poniendo jazz y tocando el piano.

—¿Qué espera de la nueva etapa que le espera al Pereyra?
—La verdad es que, cuando cerramos, se apagó el corazón de la Marina. Estoy seguro de que esta nueva etapa va a ser muy buena y devolverá la luz al barrio. Todo lo que toca Nacho Cano se convierte en oro y Pedro Matutes sabe muy bien lo que hace. Les deseo toda la suerte.

—¿Cómo ve el mundo del ocio nocturno en Ibiza a día de hoy?
—Ahora mismo hay tres o cuatro empresarios que controlan todo el ocio nocturno de la isla y son el cáncer de la isla. Trabajan con un público que no aporta nada. El covid casi me mata, estuve 83 días en la UCI desde el inicio de la pandemia y me ha dejado muchas secuelas. Sin embargo, el covid nos enseñó el paraíso que podría ser Ibiza sin las discotecas. Estaban los restaurantes y chiringuitos a tope, era el paraíso sin la serpiente.