—¿Donde nació usted?
—Nací en una cueva, en Baza (Granada). Yo era el pequeño de 10 hermanos (cuatro hermanas y seis hermanos) de una familia muy pobre. En aquellos tiempos en el pueblo de lo único que se podía vivir era del campo: cuando tocaba segar, se segaba; cuando tocaba aceitunas, se recogían aceitunas, cuando había trigo, tocaba espigar… Así trabajaba mi padre, Anastasio. Con solo 39 años, sin ni siquiera saber que estaba embarazada de mí, mi madre, Josefa, se quedó viuda con nueve hijos.
—Sería duro para su madre mantener ella sola a una familia tan numerosa...
—Ya lo creo. El mérito que tuvo mi madre, llevando adelante a su familia ella sola, no se le va a reconocer nunca lo suficiente. Luchó muchísimo. En el pueblo la conocían como Pepa ‘la gitana' o Pepa ‘la viuda' y siempre le tuvo muchísimo respeto todo el mundo, ¡hasta la Guardia Civil! Gracias a ella, hoy en día siguen respetando muchísimo a mi familia. Cuando se quedó viuda vino un matrimonio rico y sin hijos de Guadix para ofrecerle llevarse a dos de sus hijos, algo muy frecuente en la época, pero mi madre se negó. Dijo que si en vez de comer tres veces tenía que comer una, así sería, pero que no se iba a deshacer de ninguno de sus 10 hijos. Cada mañana se iba a trabajar a las ocho y no volvía hasta las ocho o las nueve de la noche para traer comida a casa. Trabajaba para una casa, limpiando en unos tiempos en los que no existía ni la fregona. En casa, los niños nos cuidábamos por escalas, los más mayores nos cuidaban a los más pequeños.
—¿Cómo era vivir en una cueva?
—No había ni electricidad, nos iluminábamos con un candil. En la entrada, lo primero que había era la habitación de la burra. En frente estaba la habitación de mi madre y, un poco más adentro, otra habitación. Entre las dos habitaciones nos las apañábamos para dormir todos. Allí estuvimos hasta que tuve unos nueve años. Entonces mi tía Joaquina compró una casa. Allí fue la primera vez que vi una televisión (ríe). En esa casa estuvimos viviendo poco tiempo, apenas un año, antes de irnos a Ibiza.
—¿Qué les trajo a Ibiza?
—Fue por mi hermano mayor, Jose, que desde que murió mi padre se convirtió en el cabeza de familia. Él había estado yendo y viniendo a Ibiza, trabajando en la construcción del aeropuerto, por ejemplo. Llegó un momento que decidió traerse aquí a toda su familia. Algunas hermanas ya están casadas pero, con el tiempo, acabamos todos en Ibiza.
—¿Era usted muy joven cuando llegó a Ibiza?
—Sí, no era más que un niño de nueve o diez años. Como tuve que dejar la escuela en el pueblo, aquí fui a clases por las tardes a una especie de academia que había al lado del cine Católico. Alternaba las clases con el trabajo. Me levantaba a las cuatro y media de la madrugada para ir a repartir diarios. Primero iba a colocarlos y después cogía un taco de 50 diarios para venderlos por las casas y los bares a cuatro pesetas. Cogía la barquita de Talamanca para venderlos. Más adelante comencé a trabajar con Jaime en el kiosco de Vara de Rey, siempre alternando con la escuela por las tardes. Cuando acabamos los exámenes de octavo, hubo un incendio en la academia y nunca supe nada más de los estudios.
—¿A qué se dedicó entonces?
—Empezar a trabajar, claro. Trabajé en la calle donde estaba el bar Bahía, donde Juanito hacía esos pollos deliciosos. Allí había muchos locales nocturnos: el Graffity, el Clyve o El Mono Desnudo… Empecé como friega vasos en El Mono Desnudo. Lo hubiera hecho aunque no me hubieran pagado, ¡eso era la hostia! Todo lleno de gente guapa, movimiento, los yates amarrados allí delante. Allí descubrí que mi sueño era tener mi propio local. Trabajé en distintos bares de la zona hasta los 19 años, cuando abrimos el Chiringay en Es Caballet.
—¿Abrió usted el Chiringay?
—En realidad no fui yo solo. Jorge Fiol, que tenía el restaurante de Cap d'es Falcó o Can Boludo, se había quedado junto a Néstor, la concesión de toda la playa de Es Cavallet. Yo los conocía de los locales del puerto y me hicieron responsable del kiosco y del personal. El nombre se lo pusimos nosotros. Lo que no me dijeron en ningún momento era que esa zona era donde se juntaban los gays. Se reían de mí como diciendo, «verá el Félix cuando vea lo que hay aquí». No tardé mucho en darme cuenta de que no había muchas mujeres allí (ríe). Tampoco tardé en cambiar de mentalidad y darme cuenta de que eran gente tan normal y corriente como los demás, bastante más limpios, eso sí. Estuve allí dos temporadas, aunque yo me hubiera quedado con eso. La mili me partió por la mitad.
—¿Volvió a Es Cavallet al terminar la mili?
—No. A la vuelta vi que la cosa había cambiado y me marché a Formentera. Allí abrí el Angelo en Es Pujols, uno de los bares más punteros que ha habido en Formentera. Estuve allí desde el 83 hasta el 95. Después estuve en el Olé Olé y también probé suerte con un restaurante, el Lucius, pero me di cuenta que la restauración no era lo mío y lo acabé dejando. El último local que tuve en Formentera fue el café concierto Pachanka. Lo abrí en el 97 y vendí mi parte en 2017, 20 años después. En total estuve 33 años viviendo en Formentera y fueron los mejores años de mi vida. Me siento formenterés. Allí fue donde conocí a Eva, con quien he tenido a mis hijos, Iván, Alba y Félix.
—¿Por qué dejó el Pachanka?
—Porque yo no sabía qué era acostarse a las diez de la noche. Unos años antes, en 2005, mi hermano me propuso poner en marcha un restaurante y cafetería en Cas Serres, el Kenene. En ese momento yo iba y venía de Formentera alguna vez a la semana para ver cómo iba la cosa. Pero, si tengo que ser sincero, la verdad es que me lo tomé como un retiro para cuando quisiera dejar el mundo de la noche. Así que, desde que dejé el Pachanga, estoy en el Kenene. ¡Lo que no me esperaba era que iba a estar todo el día pringado! (ríe). Es lo que tiene un negocio familiar.
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