Vicent Cardona (Santa Gertrudis, 1937) ha sido mayoral desde su primera infancia hasta su jubilación. A sus casi 86 años guarda en su memoria historias y anécdotas de la Ibiza de la postguerra y de los tiempos del hambre que pudo sortear gracias al trabajo en el campo que desarrolló siempre junto a su familia

—¿Dónde nació usted?
—En Santa Gertrudis, en la finca de Can Mestre, aunque con solo dos años nos fuimos a otra finca de Jesús, Can Camberlí. Yo era el pequeño de cuatro hermanos. Pep y Bartomeu, ya murieron, ahora solo quedamos mi hermana, Maria, y yo. A mi familia se la conocía con el nombre de Can Fumeral.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres, Vicent y Pepa, al igual que toda la familia, fuimos mayorales toda la vida. Yo mismo lo fui desde muy pequeño hasta que me jubilé. Can Camberlí fue la casa en la que crecí y me crié. Era la finca del médico Pujolet, un buen hombre. Cada vez que alguno de la familia se ponía malo nos atendía enseguida sin cobrarnos ni nada.

—¿Estuvo mucho tiempo en la finca del médico Pujolet?
—Sí. Una veintena de años, por lo menos. Estuvimos allí hasta que hubo una sequía muy importante y no pudimos sembrar más. Diría que fuimos los últimos mayorales de esa finca. Entonces nos fuimos a otra finca cercana, a Can Obrador, que era de los Tur. Allí estuvimos otra veintena de años antes de que me fuera a la finca de Ca s’Ingleset. Esa casa roja que está en Puig d’en Valls donde estuve hasta que me jubilé. Esa finca era de las hijas del pintor Tarrés, Otilia y Esther, que estaban casadas con un militar, Don Leoncio, y un juez, Santiago, respectivamente. Los mayorales vivíamos en la planta de abajo y ellos vivían en el piso de arriba.

—¿Pudo ir al colegio en su infancia?
—No. Nunca fui al colegio. En aquellos tiempos el colegio estaba demasiado lejos para que pudiéramos llegar siendo tan pequeños y, cuando fuimos mayores, ya no pudimos ir. Lo más parecido a un colegio que fui, era una casa particular donde una mujer que sabía leer y escribir muy bien, una mallorquina a la que llamábamos na Baltasana, nos enseñó a hacer cuatro letras y a escribir nuestro nombre. Poco más. Tampoco te creas que íbamos cada día. Teníamos mucho trabajo cuidando de todos los animales que había por allí y ayudando a nuestros padres.

—Supongo que haría de todo en la finca.
—Así es. Hicimos de todo menos pasar hambre, que era lo que pasaba mucha gente que no vivía de la tierra. Al vivir en la finca nunca nos faltó de nada. Teníamos de todo, hasta harina en unos tiempos en los que muchos molinos estaban precintados por el Gobierno. Lo que se hacía entonces era mucho contrabando, yendo a moler el trigo por las noches o a una hora en la que no te viera nadie. Como te pillaran con un saco de trigo, de patata, de boniato o de cualquier cosa, los militares te lo requisaban. Como teníamos trigo, si venía algún familiar le dábamos un poco. Si no tenía donde molerlo, lo que hacíamos era usar un pequeño molinillo de piedra que, a base de ir moliendo una y otra vez, conseguíamos hacer harina. Es verdad que no salía lo fina que debería, pero al menos nos servía para comer, cosa que no hacía mucha gente entonces. Sobre todo los de Vila. Muchas mujeres de allí salían a pedir, aunque solo fuera un pedazo de pan. Lo recuerdo perfectamente. Las pescaderas de Vila venían con un cajón de pescado para cambiarlo por cualquier cosa que tuviéramos, sobrasada, xuia, boniatos o lo que fuera. En Vila no había nada de esto. Había una vecina, la de Ca na Negreta, que era una gran comerciante. Compraba todo lo que podía (conejos, pollo, patatas…) para mandarlo a Mallorca. Se hicieron ricos con eso. Me solía juntar con sus hijas, Solita y Dolores, en el torrente con los animales.

—¿Llevaban bien los de Ca na Negreta que se juntara con sus hijas?
—Claro que sí. ¿No ves que en esos tiempos los chavales no teníamos malas ideas? Ahora, con 10 años, ya lo saben todo, pero en esos tiempos, con 16 o 17 años, al menos yo, no tenía ni idea de nada. Ni siquiera mis hermanos, que eran mayores. ]Ríe]

—Supongo que empezaría a trabajar de muy joven.
—Ya lo creo. Con cinco años ya me daban un azadón y me mandaban a hacer hierba para los conejos. También me encargaba de guardar los cerdos, que entonces se tenían sueltos.

—¿En qué consistía el trato de los mayorales con los señores de la finca?
—Los mayorales nos encargábamos de hacer todo el trabajo. Por ejemplo, cuando se hacían matanzas, antes se pesaba el cerdo y, si pesaba 100 kilos, teníamos que darles 50 kilos de carne a ellos. Lo mismo con cualquier cosa, siempre les dábamos la mitad de lo que hiciéramos. Esa era la manera que se hizo siempre en Ibiza. Sin papeles, ni contratos, ni firmas, siempre con la palabra. Al entrar en la finca había que estar como mínimo un año antes de que pudieran echarte o tú marcharte. Sin embargo, a nosotros nunca nos echaron ni nos fuimos de ninguna finca de malas maneras. De hecho, cuando me casé (cuando ya estaba en Ca s’Ingleset) vinieron a mi boda los Tur y todos los demás. Siempre nos llevamos como si fuéramos familia. De hecho hace poco me encontré con Victoria, la hija de Santiago y Esther, que se acercó a saludarme y a decirme que un día me acompañaría a su casa, Ca s’Ingleset, para que visitara la casa en la que viví tanto tiempo.

—¿Con quién se casó?
—Con Maria, que era de Jesús. Tuvimos cuatro hijos, Pep, Fermín, Divina y Fina que, entre todos nos dieron hasta seis nietos.

—¿Hasta cuándo vivió en Ca s’Ingleset?
—Hasta que me jubilé. Allí nacieron todos mis hijos. Habíamos comprado un piso en Vila, donde vivía mi madre y donde, cuando me jubilé, fuimos nosotros.

—Trabajando toda la vida como mayoral, ¿pudo cotizar para asegurarse la jubilación?
—Así es. Coticé desde los 14 años. Como mi padre ya era mayor y tenía que cobrar una pensión, nos obligaron a todos los hijos (los varones, entonces las mujeres no contaban ni para votar) a darnos de alta en la finca para que pudiera cobrar la pensión, que no eran más que 250 pesetas.