Vicent Ramon en la sede de su asociación en Puig d’en Valls. | Toni Planells

Vicent Ramon (Ibiza, 1967) lleva buena parte de su vida conviviendo con la espondilitis anquilosante, una enfermedad que afecta de manera grave la movilidad de su cuerpo. Sin embargo, esta enfermedad, que le ha impedido continuar ejerciendo su oficio de electricista, no le impide llevar a cabo iniciativas sociales como ‘Creix', una asociación desde la que se dedica a ayudar a personas mayores o con enfermedades autoinmunes, así como a sus familias.

—¿De dónde es usted?


—Nací en Vila, pero puede decirse que soy de Jesús, que es donde crecí junto a mis hermanas Antonia y Mari Ángeles. Mi madre, María, era de allí, de Jesús. Mi padre, Ángel, era de Vila, de sa Penya, concretamente de la calle Miranda. Le conocían con Angel es peixeter y es que ese era su oficio. Empezó como pescador, como buena parte de su familia (eran 10 hermanos), en la parte de sa Penya donde había las barracas antiguamente, pero pronto se dedicó a vender. Al principio para Marí Tur y más adelante para Pescados Ros.

—¿Recuerda alguna anécdota que le contara su padre sobre su época en sa Penya?


—La verdad es que no. Creo que hay mucha diferencia en la comunicación con la familia que se hace ahora y la que se hacía antes. Ahora se interactúa más entre padres e hijos. Antes, esto no pasaba tanto. Los mayores se dedicaban más a buscarse la vida para poder dar de comer a la familia. Lo prioritario era buscar recursos, no la comunicación. Es un tema generacional, la generación X, que es a la que pertenezco, se ha dedicado más a trabajar físicamente para procurarles estudios superiores a sus hijos.

—¿Qué recuerda de su época en el colegio?


—Yo estudié EGB y punto pelota. Pero en esos tiempos pude vivir un cambio importante. Al principio iba al colegio a Jesús, a una casa payesa roja que había al lado del Bon Lloc (donde después hicieron una carnicería y ahora un bar), pero en quinto curso nos trasladamos de colegio para estrenar el de Puig d'en Valls, que es donde terminé el colegio.

—¿Recuerda a algún profesor de la época?


—Por supuesto: don Vicente. Era un hombre bastante estricto, tenía la famosa regla de madera con la que, si no te portabas bien o hacías alguna trastada, te golpeaba la mano. Si la apartabas lo que te acababa golpeando eran las puntas de los dedos, que todavía dolía más. Era otra época en cuanto a los castigos, también te ponían de rodillas y esas cosas. Pero eso pasaba hasta tercero o así. A partir de entonces desaparecían los castigos. Ya no hacían falta. Mucha diferencia con lo que ocurre hoy en día, ahora (como es normal) no se puede agredir a los niños, pero es que ni verbalmente. Tengo que reconocer que viendo el respeto que tenemos las generaciones que nos han educado de una manera tan estricta respecto a las generaciones más jóvenes que no la han tenido. Pienso que sería positiva una educación un poco más estricta. Ahora la regla quien la tiene es el alumno. No es que defienda la regla, pero sí que echo de menos algo más de civismo y respeto. En todos los sentidos.

—¿A qué otros sentidos se refiere?


—Al medioambiental, por ejemplo. ¡Si es que, en verano, en Ibiza no se ve ni el horizonte! en Talamanca, por ejemplo, está lleno de barcos fondeados y, la orilla, llena de hojas verdes de posidonia que estos mismos han arrancado. Es una aberración. Además, el suelo está lleno de colillas.

—¿Cuándo comenzó su vida laboral?


—Aunque terminé siendo electricista, mi vida laboral comenzó en Ronsana, con Valls, a los 14 años. Mi primer sueldo fueron unas pegatinas y una camiseta de Ronsana. Me fui más contento que unas pascuas. Al año comencé a trabajar con Vicent Guasch y Cardona. Buscaba a alguien y comencé a trabajar como bovinador de motores. Era muy aburrido, pero había un compañerismo de la hostia, empecé con Rafelet y Vaquer pero también con Pedro o Gregorio, por ejemplo. Siempre teníamos un botijo macerado con anís y no parábamos de gastarnos bromas. Desde echar aceite en el W.C. (que era de esos de agacharte, no de sentarte) para que te cayera allí a un día, que celebrando la comida de Navidad invitamos al barrendero. Le llenamos el cubo de ferralla (pesaría más de 200 Kg) y no lo pudo mover de allí durante unos días. Poco después, empecé a salir a trabajar fuera, Paco, que también era boxeador, fue algo así como mi maestro y mentor, junto a Miquelet. A los 18 ya era oficial de primera. Gracias a su pasotismo aprendí muchísimo.

—¿Hasta cuándo trabajó como electricista?


—Hasta que la enfermedad que tengo me impidió seguir trabajando. Sufro espondilitis anquilosante y, tras años de malvivir con los dolores, a los 33 ya me retiré. Tras 18 meses de baja. Pero lo sufro desde mucho antes, me lo diagnosticaron a los 16 tras una gammagrafía. Las crisis de dolor que me daban coincidió en el tiempo en el que mis colegas empezaban a salir, a ligar y todo eso. También puedo decir que la enfermedad puede que me haya salvado la vida. En esa época la fiesta, las drogas y la carretera se llevaron a mucha gente. En 2006 tuve una serie de intervenciones en la que me pusieron una prótesis de cadera. Tras tres años de rehabilitación con Olga mejoré mucho. Ese fue un momento de impass en mi vida. Tome conciencia en el ámbito social, por ejemplo.

—¿Qué le ha supuesto este cambio de conciencia?


—Entre otras cosas, montar la Asociación Creix. Con ella ayudamos tanto a personas mayores o enfermas como a sus familiares. La montamos tras el confinamiento. Un confinamiento y una pandemia de la que, por desgracia, no hemos aprendido nada. Como mucho, a ser más cabrones.

—¿Mantiene alguna afición?


—Sí. Soy radioaficionado. Somos unos cuantos que todavía organizamos ‘cazas del zorro' y que, cuando ocurra un colapso en las redes, podremos seguirnos comunicando [ríe].