— ¿De dónde es usted?
— Yo soy de Ses Rotes, de can Pep de Ses Rotes. O d'es Molí, se me conoce por Carmen d'es Molí por un molino que tenían mis suegros cerca del centro de Sant Jordi.
— ¿Es usted de Sant Jordi?
— No. Yo era de Dalt Vila, de la calle San José. Vivíamos en una casa con mi hermana, que se fue muy joven a Inglaterra y mis padres. Fueron todos maravillosos. Cada vez que mi hermana mandaba un paquete desde Inglaterra, lo mejor que había dentro era para mí.
— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— Mi padre era ‘Ferrer'. Un hombre muy conocido Ibiza. Se quedó ciego a los 30 años y vendía iguales. Iba con su bastón por toda Ibiza solo. Bajaba hasta la Marina, giraba hasta Vara de Rey y volvía a Dalt Vila sin perderse. Cuando empezó a haber tránsito mi madre tuvo que empezar a acompañarlo. Una vez vino un cirujano de fuera, estaba buscando gente para desarrollar el trasplante de córnea. Se lo ofreció a mi padre, pero lo rechazó, «no quiero ser un conejillo de india», decía. Mi madre, Francisca, le insistía, «pero Ferrer, si la vista ya la has perdido, no vas a perderla más», pero no hubo forma. Ella era una persona que se sabía buscar la vida como fuera. Venía de Sant Joan, de Can Joanó, y era capaz de buscarse la vida entre dos piedras.
— ¿De dónde es usted?
— Con Vicent d'es Molí. Un hombre más bueno que el pan. Por desgracia murió muy joven, por una perforación interna en el estómago. Hacía solo cinco años que nos habíamos casado, yo tenía 25 años y nuestra hija, Fanny, solo tenía tres años.
— ¿Cómo era el duelo en un pequeño pueblo de la Ibiza de 1970?
— El duelo era algo muy intenso. No sé si lo sabes, pero incluso había hombres que se ponían el mantón en la cabeza. Además, no se afeitaban durante unos días. Pero eso solo lo he llegado a ver cuando llegué a Sant Jordi. Muy al principio. Cuando yo me quedé viuda tuve que ir de luto, toda vestida de negro, durante todo un año y llevar velo la tira de tiempo. Para el funeral, dejé a mi hija con unos vecinos, cuando volví para recojerla y me vio vestida de negro y con el mantón, se asustó y no quería venir conmigo. Incluso iba al trabajo con el dichoso velo atadito al cuello. Si hubiera sido por mí, no hubiera guardado el luto tanto tiempo. De hecho, yo me lo quité antes de la cuenta.
— La manera de celebrar los funerales, ¿también ha cambiado?
— El funeral se hacía a los siete días. Primero se hacía el entierro, y una semana después se celebraba la misa con un ataúd que hacía como si el muerto estuviera allí. Una especie de simulacro. En 1970 ya se empezaban a celebrar las de cuerpo presente, pero como a Vicent intentaron salvarle en el hospital de Mallorca y murió allí, también se celebró una semana después de su fallecimiento.
— ¿Qué hizo entonces?
— Trabajar, y trabajar mucho. Empecé como limpiadora en el aeropuerto, luego como conserje y allí me retiré. Estuve 35 años trabajando allí, y te digo dos cosas: que estuve muy bien todos esos años, y que sabía más yo que cualquier director (ríe). Además les decía lo que tenía que decir a la cara. Nunca he necesitado sindicalistas que me defendieran, me apañé siempre yo sola para arreglar mis cosas.
— Y para criar a su hija, ¿verdad?
— Tengo una hija de quien estoy más que orgullosa. Pero tengo que agradecer a unos vecinos, de Can Vicent Bonet, que me ayudaron muchísimo a la hora de cuidarla cuando me quedé viuda. Fueron mi salvación. Gracias a ellos encontré el trabajo, pero no podía compaginarlo con la crianza de mi hija. Los abuelos de Can Bonet, Joan y Antonia, se ofrecieron a cuidarla cuando estuviera yo trabajando. A las siete menos cuarto de la mañana, Joan estaba detrás de la puerta esperando a la niña. La cuidaron como si fuera su hija, de hecho Antonio y Marga eran de la casa y son de la misma edad que Fanny y han sido siempre como hermanos. Nunca podré agradecerles suficiente lo mucho que me ayudaron.
— ¿Qué recuerdo tiene de esos turistas que venían en los 70?
— Que nos daba la risa. Nos chocaba verlos con calcetines y sandalias, o las alemanas y las inglesas con las piernas sin depilar. Pero también la manera estrafalaria de vestir. Ya en Dalt Vila me parecía ridícula su manera de vestir y de llevar los calcetines, pero es verdad que, con el tiempo, hemos ido adopatando algunas de sus maneras de vestir. Lo de los calcetines y las sandalias no, ¡eso no! (ríe).
— ¿Cuál era su función en el aeropuerto
— Yo era la que abría el aeropuerto (ríe. No, hacía de todo. Aunque se enfadaban, yo decía que era la botones. Hacía fotocopias, cuando empezó a haber fotocopias, piensa que yo he llegado a ver la primera piedra del aeropuerto actual. Cuando empecé a trabajar el aeropuerto era lo que ahora es la terminal para vuelos privados. Pero es que antes estaba un poco más alejado, el primero, que estaba en es Codols, cerca de los Don Pepe, y era todo de tierra. Allí fue donde se marchó el padre Morey, media Ibiza fue a despedirle.
— ¿Tuvo usted contacto con el padre Morey?
— Ya lo creo. Era uno de mis catequistas. Hacía catequesis en l'Hospitalet, al lado de la casa en la que vivía Dalt Vila. Entonces todavía era seminarista. Era un hombre muy bueno, reunía a todos los chavales de Vila y nos enseñaba a jugar. Él fue el que inició el voleibol en Ibiza. Nos llevaba locos a todos los niños. Era muy buena persona, si necesitabas una chaqueta se quitaba la suya y te la daba. Si no tenías zapatos, te los compraba. Era muy buena persona. Un verso libre en una institución muy rigurosa.
— ¿A qué se dedica en su jubilación?
— A muchas cosas. Soy voluntaria de esto y de aquello, del Cáncer o de lo que haga falta, y como hobby, canto en el Cor Ciutat d'Eivissa desde hace 20 años. Tanto el director, Miguel como Lourdes, su mujer, son personas maravillosas. Hemos hecho conciertos muy bonitos en toda la Península, en Alemania y ¡hasta con David Ghetta!. Fue muy bonito. Todos los recuerdos que tengo del coro son preciosos.
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