— ¿Nació usted en Ibiza?
— No. Aunque me considero ibicenca. En realidad soy murciana, nací en Murcia. No renuncio a ello, pero, si tengo que elegir, yo soy de esta roqueta.
— ¿Cuándo llegó a esta ‘roqueta'?
— En 1960 con mi madre y mis hermanos. En el Ciudad de Valencia. Todavía recuerdo el mareo que pasé toda la noche del viaje. Mi padre, Ángel, que era maestro cristalero, vino antes para trabajar con Gonell en su cristalería. Veníamos cargados. Mi madre, Juana, con sus cinco hijos (Úrsula, que fue mi segunda madre, Juana, Ángel, Joaquín y yo. Miguel nació ya en Ibiza) y todo un cargamento de equipaje. Nosotros vivíamos en plena ciudad, en una buena casa con todas las comodidades y mi madre no se fiaba de qué se iba a encontrar en esta islita, así que trajo de todo. Hizo bien porque fuimos a una casa que no tenía ni baño ni luz ni nada de nada.
— ¿Dónde estudió?
— En las monjas de San Vicente de Paúl. Luego me saqué el graduado en Sa Graduada gracias a Don Rafael Zornoza. Después me saqué Mecanografía, Francés en la Alianza francesa e Inglés con Elisabeth Peters.
— ¿Cuándo empezó a trabajar?
— En esos tiempos se estudiaba y trabajaba a la vez, era lo que había que hacer entonces [enseña cómo frota el índice y el pulgar en señal de falta de dinero]. Mi primer trabajo fue con 11 años, cuidando a un bebé de siete meses. ¡Hay que ser inconsciente para dejar a una niña al cuidado de un bebé! Más adelante trabajé en distintos lugares, Can Funoy o Plaroig en Can Escandell, o en el Supermercado Figueretes, donde ahora está la farmacia. Allí, entre otras cosas, repartía la compra a algunas casas. Guardo muy buen recuerdo de esa época en el supermercado, lo llevaban Paco y Berta, que me querían con locura y aprendí muchísimo. De hecho, cuando Berta tuvo a su hijo pequeño, Paco, me dejaron a mí de encargada de la tienda. Vinieron de Terrassa, tras las inundaciones de 1962, y tenían dos hijas más, Asunción y Concha. Concha García Campoy. ¡Ay!, si os enseñara a los periodistas la cantidad de fotos que tengo con ella de cuando era pequeña. Una vez se lo dije a ella en plan broma, me contestó que estaba muy tranquila y segura de que jamás lo haría. Tenía razón.
— ¿Cuándo abrió la tienda?
— Abrimos mi marido y yo unas navidades de hace 44 años. La verdad es que al principio fue difícil porque no teníamos ni idea de este negocio. El local era el taller de ascensores de mi marido. Cuando dejó ese negocio mantuvo el local con muy buena visión de futuro. Todavía no habían abierto el Mercat Nou y estaba seguro de que esta zona se haría más grande. Así fue. Piensa que lo que ahora es el Mercat Nou antes era el campo de prácticas para aprender a conducir. Fueron años muy buenos, no había tantas zapaterías ni tanta competencia. En tanto tiempo hemos pasado de todo, buenos tiempos, malos tiempos, crisis y no crisis.
— Su marido, ¿se dedicaba a la instalación de ascensores en esa época?
— Sí, instaló más de 1.000 en toda la isla. Era un hombre muy conocido en toda la isla, ‘Caparrós de los ascensores', le llamaban todos.
— ¿Me hablaría de su marido?
— ¡Claro!. Él lo ha sido todo en mi vida. Le echo de menos cada día. Estuvimos 50 años juntos. Josep Caparrós Puigcerver se llamaba. Nació en la Barceloneta, pero muy pronto se mudó con su familia a Mallorca. Allí trabajó en una empresa de ascensores, Ascensores Mateu, hasta que le ofrecieron venirse como delegado a Ibiza. Desde entonces estuvo aquí. Se montó por su cuenta hasta que lo dejó para montar la zapatería. En aquellos tiempos, lo de los ascensores era muy complicado y trabajoso. Era todo mecánica, no como ahora que es todo electrónico. Josep se pasaba horas enrollando bovinas de cable.
— ¿Cómo se conocieron?
— Como perdía muchas clases trabajando en el supermercado de Berta y Paco estuve mirando ofertas de trabajo. Encontré una en la que buscaban una telefonista. La sorpresa fue que, cuando me cogió el teléfono, resultó ser una de las personas a las que llevaba la compra a su casa, donde vivía con quién era su mujer. En cuanto me reconoció me contrató enseguida, aunque de primeras me dijo que el puesto ya estaba cubierto. Comencé a trabajar allí recién cumplidos los 16 años y, al poco tiempo, acabé de secretaria. Después abrió unos souvenirs en Talamanca (Souvenirs Alex) y, como sabía inglés y francés, estuve allí de encargada. Llegó un momento en el que murió su padre y en esa época también se separó de su mujer y me pidió que le echara una mano con su madre. Un día le preparé unas lentejas y coincidió que vino él. A partir de ese día, no faltó para comer ni un solo día. Nos enamoramos. Era José Caparrós. Yo estaba a punto de casarme con otro hombre, teníamos hasta la entrada del piso pagada. Renuncié a todo por él. Cincuenta años juntos y mi hijo Álex demuestran que no me equivoqué.
— En esos tiempos, ¿fue fácil de llevar?
— No. Fue muy duro. Hablamos de tiempos en los que no existía el divorcio. Era un pecado total. Se le podía condenar por bigamia y las condenas no eran ninguna broma. Así que lo que hicimos fue alquilar dos pisos contiguos, uno cada uno, para poder estar juntos. Mira cómo nos queríamos. No podíamos ni ir por la calle, había mucha hostilidad. Todo el vecindario nos miraba mal. Yo era «la que...». La verdad es que lo pasamos muy mal, pero nos queríamos lo suficiente como para aguantar hasta que llegó el divorcio y, por fin, pudimos casarnos, en 1982. En mi casa también les costó, pero acabaron por quererlo con locura.
— Lleva muchos años en su tienda de calzados, ¿no ha pensado en jubilarse?
— Pensaba jubilarme en enero de 2021. Pero mi marido falleció en diciembre de 2020 y decidí olvidarme de la jubilación para seguir adelante con la tienda. Es lo mío, lo que más me ha gustado siempre: estar tras un mostrador y tratar a la gente de tú a tú. Ahora estoy esperando a que se jubile mi hermana Juana para volver a planteármelo. Pero temo que cuando eso suceda, mucha gente mayor se quede desamparada y descalza. No queda otra tienda de calzado clásica como la nuestra.
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