Dicen que si un padre lleva a su hijo a pescar, éste de mayor será pescador. Quizá por eso, uno de los mejores recuerdos que guardo de mi infancia fue la noche de verano en que mi padre me llevó a la barca de la luz a pasar una noche entera viviendo en primera persona una jornada de pesca del seitó. Por este recuerdo, y porque amo el mar y lo respeto, no me cuesta en demasía abandonar mi tibia alcoba y cargar con equipo y coche para estar algo antes de las cinco y media de principios del mes de abril en el muelle de pescadores del port de la Savina, encontrarme con Iván y Germán y hacerme a la mar en búsqueda de gerrets a bordo del Cinco Hermanos, un llaüt botado en 1903 y que ya ha visto a tres generaciones de la familia en su cubierta amén de dos restauraciones. «Lo compró nuestro abuelo en Mallorca o Menorca hace setenta años y lo trajo a Formentera», cuenta Iván mientras pone en marcha el ronco motor de la pequeña embarcación. Aunque da la casualidad de que Iván y Germán tienen dos hermanos y una hermana más, sumando cinco, el nombre del llaüt es el original. Bien es sabido que cambiar el nombre a un barco trae mala suerte mientras que conservarlo le dota de carácter e historia.
Germán llega al poco. Observamos algo de niebla a lo lejos y cruzamos los dedos para que se disipe, ya que si no impedirá la necesaria orientación para dirimir el punto exacto donde se halla el calador. Dejamos atrás las luces del puerto y nos adentramos en una oscura calma rota solo por el monótono ronroneo del pequeño diésel que empuja la barca. Los hermanos se visten con el atuendo impermeable amarillo. Echamos un trecho resiguiendo la costa hasta llegar a las inmediaciones de Cala Saona. Yo casi no acierto a ver mientras ellos distinguen un gran pino aquí o una sabina allá, aunque Germán se queja de que cada día hay más contaminación lumínica y cuesta más situar los caladeros. Hay que otear la costa y sus relieves y, también, saber distinguir la frontera que separa la oscuridad del bosque de posidonia de la tenue claridad del banco de arena, que es donde hay que calar las redes para atrapar algún banco de gerrets y hacer el jornal.
Echamos las redes sin luz y con luz adivinándose en el horizonte se arranca el torno que ha de ayudar a recoger primero la cuerda y después la telaraña ocre donde quedaran atrapados los peces capturados. El tiempo se torna paciencia y la paciencia acaba dando sus frutos en forma de cul de sac donde se agolpan pequeños destellos plateados que luchan por liberarse de una trampa que les arrastra lenta e inexorablemente a la superficie.
Los pescadores acaban de tirar de las redes y, una vez sujetas, suben el pescado y lo esparcen por cubierta. Éste se mueve, se ahoga nervioso e intenta saltar aleteando para volver a las seguras aguas. No hay suerte.
Cada vez hay más luz, las redes están esparcidas a un lado de cubierta y el pescado en el otro. Mientras empezamos a llenar las cajas de gerret sobrevuelan las atentas gaviotas a la espera de que alguna boga u otro pez rechazado y devuelto a la mar vayan a parar a su buche y se estrenen en eso tan saludable de un buen desayuno. Al final salen 13 cajas de pescado, lo que viene a ser unos 120 quilos. «Hemos llegado a coger casi mil quilos de una sola tirada», comenta Iván, aunque confiesa también que más de una vez han abierto redes y han dejado escapar parte de la captura. «Cada temporada solemos pescar unas cinco toneladas de gerret. Aunque este año, por mor de los temporales de mistral y poniente que hemos padecido cada par de semanas, llevaremos alrededor de cuatro toneladas. Ha habido días de tres o cuatro cajas y días más buenos, pero cuando las aguas están revueltas, el gerret deja la costa y se refugia mar adentro».
Siete y cuarenta y seis del bendito horario de verano y el sol asoma orgulloso por el este dejándose ver justo antes de tornarse una bola incandescente y cegadora. Llegamos a la Savina y sus todavía aguas cristalinas que dejan distinguir el fondo. En el atraque ya hay cuatro o cinco incondicionales del gerret esperando para echar una mano a subir las cajas y comprar los primeros kilos de la jornada para ponerlos a torrar cuando aún se menean. Tras una rápida transacción de muelle, cargamos cajas en la furgoneta y paramos veinte mal contados minutos a hacer el café de rigor antes de encaminarnos al mercat pagès de Sant Francesc, donde en un momento se monta la mesa y la balanza para después hacer brular es corn, una tradición que antaño se podía usar para advertir de la presencia de piratas berberiscos pero que en el día que nos emplea avisa de la disponibilidad de gerret a dos esquinas de casa y a un precio más que aceptable: 4,5 euros el kilo generoso que sirven Germán e Iván.
Cuento más de una veintena de compradores en poco más de una hora. La mayoría coge un quilo, aunque no escasean los que se piden dos y algunos que se llevan cuatro para abastecer a las huestes familiares. Queda alguna caja sin vender, pero Iván precisa la existencia de un par de restaurantes que se quedan cada día con el pescado restante, así que todos y cada uno de estos peces irán a parar a un plato, ya sea fritos, a la brasa, en cebiche, guisados, con salsa, en paella, salteados, en espeto, fileteados y rebozados, a la andaluza, al horno, con ensalada de crostes, escabechados y un sinfín de recetas más.
Una temporada de gerret que se acabó el pasado mes de abril y que deja a muchos pitiusos esperando la llegada de la próxima campaña para poder disfrutar de este manjar del mar.
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