Los placeres y los días

Deambulé encantado por la exposición Proust y las Artes, en el madrileño Thyssen. Carteles sensuales de ballet ruso de Diaghilev, donde Sherezade siempre salva su cabeza cuando parece que da el último aliento, ventajas de la fantasía y una voz hipnótica; dibujos del esteta Ruskin (le fascinaban las estatuas clásicas, pero era tan histéricamente delicado que no soportaba la visión del vello púbico de una mujer desnuda; curioso síndrome hoy en boga). Delphos de Fortuny, Zuloaga y su condesa de Noailles, el muchacho con cerezas de Manet, Turner y el poeta muerto llevado por un centauro, de Moreau; Helleu y su catedral de Reims, gozos de Renoir, dianas de Vermeer, Rembrandt y Whistler, Fantin Latour, Dufy, Watteau… Y, cuando me encontré frente al sensacional retrato de Sarah Bernhardt, de Georges Clairin, lancé tremendo suspiro y bebí un trago largo de coñac Delamain de mi petaca.
Debía brindar por tal maravilla, dama de las camelias y diva absoluta del teatro y de la vida que recibía a sus amistades acostada en un ataúd de palo rosa, junto a una tortuga con el caparazón incrustado de piedras preciosas. La misma coqueta fabulosa y temperamental que vivía en un quinto piso sin ascensor, «para así probar el corazón de sus amantes». Cuenta el dandy Mauricio Wiesenthal que, en cierta ocasión, unos campesinos detuvieron el Orient Express, en medio de una estepa helada, para tener el honor de saludarla. Viendo la mirada radiante y provocadora de la Bernhardt, lo creo.
Cuando salí al sol del paseo del Prado, los placeres y los días, estaba borracho de belleza. Y recordé con gusto a Tita Thyssen, que se encadenó a un árbol para salvar tan magnífico paseo de las garras de un alcalde hortera. En Vara de Rey también hubiera sido fundamental.