Tribuna

El lado oscuro del paraíso de las Pitiusas: Los cadáveres sin nombre que llegan a nuestras costas

TW
0

Ibiza y Formentera, Formentera e Ibiza, con sus playas de ensueño, sus aguas cristalinas y sus atardeceres espectaculares han sido durante décadas el ejemplo perfecto de la fusión entre belleza natural, encanto salvaje y atractivo turístico, y lo cierto es que, a pesar de los muchos desmanes de unos y de otros en los últimos tiempos, aún sigue manteniendo el prestigio suficiente para seguir atrayendo turistas de todas partes del mundo. Sin embargo, bajo su fachada idílica de islas de libertad y de pequeño paraíso en la tierra, desde un tiempo a esta parte, las Pitiusas se enfrentan a la realidad cada vez más habitual de los cadáveres sin nombre que el mar escupe en sus costas. Unas tragedias humanas, invisibles para muchos, que son el resultado de una crisis migratoria que desde hace ya demasiado tiempo ha convertido al Mediterráneo en una fosa común para miles de personas.

Un mar, el Mare Nostrum, que ha pasado de ser un símbolo de conexión entre culturas a tener en las últimas décadas un significado más oscuro. Se ha convertido en uno de los epicentros mundiales de la migración forzada, un lugar en el que miles de personas arriesgan sus vidas en travesías peligrosas para alcanzar las costas de Europa en busca de un mundo mejor que luego no lo es tanto. Todo ello en embarcaciones precarias y en viajes organizados por redes de tráfico de personas que explotan la desesperación de quienes buscan escapar de la guerra, la pobreza y la falta de oportunidades, y a los que no les importa en absoluto que cada cadáver que llega a nuestras cosas haya dejado atrás en el mejor de los casos un rastro de sueños rotos o familias perdidas y en el peor, el de una historia desconocida.

No podemos obviar que, Ibiza y Formentera, como todo Baleares, juega un papel fundamental en estos viajes debido a su ubicación geográfica en pleno camino de estas rutas migratorias, y por ello, no podemos seguir mirando hacia otro lado ante unas tragedias que forman parte de un fenómeno más amplio que requiere la atención y acción de todos. Cada cadáver que llega a nuestras costas debe ser para todos los que vivimos en este mal llamado Primer Mundo un recordatorio constante de la desesperación de que quien ve en esas pateras su último recurso, aún sabiendo de lo peligroso del trayecto, de que van sobrecargadas y de que carecen de las condiciones básicas para garantizar su seguridad como demuestra que muchos no consiguen su objetivo, naufragan, pierden la vida… para que luego sus cuerpos sean devueltos por el mar mientras a muchos kilómetros, en sus lugares de origen, hay familias que se preguntan que tal les habrá ido a sus hijos, padres, madres o hermanos.
Mientras, en las Pitiusas, unos cuantos seguimos asistiendo con impotencia a la magnitud del problema y viendo como las autoridades, encargadas de gestionar la recuperación e identificación de los cuerpos, se enfrentan a desafíos hasta ahora casi desconocidos para ellos como la falta de recursos para realizar pruebas de ADN, la necesidad de proporcionar entierros dignos o simplemente atender psicológicamente de la manera adecuada a los que sí llegaron y presenciaron en primera persona como otros no tuvieron tanta suerte. Y mientras, también hay otros que andan preocupados de cómo esto puede afectar al turismo, gran motor económico de nuestras islas, pensando y debatiendo de qué manera y qué grado la presencia de cadáveres en las playas está empezando a generar más preocupación de la debida entre los visitantes, al alterar de una manera hasta ahora desconocida la percepción pública que se tiene de ellas.

Y todo ello, sin importarles lo más mínimo que esta crisis no sea exclusivamente nuestra. Sin acabar de entender que el Mediterráneo es uno de los puntos críticos de la migración forzada en el mundo y de que las razones que hay detrás de este fenómeno son muy variadas y complejas, incluyendo guerras civiles, regímenes represivos, desigualdades económicas y crisis climáticas. O que, yendo más allá, todo esto es también un reflejo de los problemas estructurales de los países de origen y, porque no decirlo, también de los de destino. Y es que, aunque es cierto que los gobiernos de aquellos lugares de donde vienen no pueden proporcionar condiciones de vida adecuadas, también nosotros, los que recibimos, seguimos sin tener políticas eficaces para gestionar la llegada de migrantes y refugiados, provocando que las administraciones como las de las Pitiusas tengan una carga desproporcionada y hasta ahora desconocida.

Sé que la solución a todo esto es muy complicada y que es relativamente fácil hablar sentado frente a un ordenador, pero sigo apostando firmemente por que se pongan en marcha, de una vez por todas, políticas valientes que aborden las causas de la migración, que se apoye el desarrollo en los países de origen y no se les vea solo como una forma de enriquecerse, y que, si es posible, se intenten crear rutas migratorias legales y seguras. Y es aquí donde estoy convencido de que cuando los recursos son limitados, la solidaridad y el compromiso colectivo pueden acabar marcando la diferencia, siempre y cuando seamos conscientes de que cada cuerpo recuperado merece ser tratado con respeto y dignidad, y de que cada vida perdida sirva como una llamada de atención para nuestras responsabilidad para evitar que estas tragedias se repitan y siendo muy conscientes los periodistas de que el tratamiento que damos a estas tragedias nos define como personas. Y por eso estoy convencido de que nosotros, los pitiusos, que siempre damos lecciones en materia de solidaridad, tenemos una magnífica oportunidad para convertirnos en un símbolo de esperanza y solidaridad y marcar el camino de las nuevas generaciones hacia un futuro más justo e igualitario.