El tercer Evangelio nos presenta a la Madre de Cristo con una luz peculiar. Jesús vino al mundo para alumbrarnos con su luz. Nos trajo la Luz del mundo que es Jesucristo.
San Juan afirma que Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna. Existe la luz natural, la luz artificial y la luz de la fe. La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de dar cumplimiento a dos prescripciones de la ley de Moisés: Purificación de la madre, y la presentación y rescate del primogénito. ¡Muéstrate propicio, Señor, a los ruegos y plegarias de tu pueblo; danos luz para conocer tu verdad y la fuerza necesaria para cumplirla!
La Sagrada Familia sube a Jerusalén para cumplir lo prescrito por la Ley. La mujer al dar a luz quedaba impura. La madre del hijo varón a los cuarenta días del nacimiento finalizaba el tiempo de impureza legal. La santísima Virgen, para darnos ejemplo, se sometió a la Ley. A la ley biológica, a la ley civil, y a la ley religiosa. La ley mandaba también que los israelitas ofrecieron para los sacrificios una res menor, por ejemplo, un cordero, o si eran pobres, un par de tórtolas o dos pichones. El Señor, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (2. Cor,8,9) quiso que se ofreciera por Él la ofrenda de los pobres.
Simeón, era calificado de hombre justo y temeroso de Dios, y se dirige al Señor en su oración. Había recibido la revelación del Espíritu Santo. Entró en el templo en el momento en el que el Niño Jesús entraba con sus padres, lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes sacar de este mundo a tu siervo en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has puesto, como luz que ilumina a los gentiles. Los padres de Jesús estaban admirados por las cosas que se decían acerca de él. Lo que más me afecta y maravilla es el momento en que la Santísima Virgen coloca en los brazos de Simeón a su hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Esta escena del Evangelio, tan tierna, me conmueve y me da una inmensa alegría, al contemplarle en los brazos de Simeón (Lc.2,25-33).
La dicha y felicidad de Simeón no es haber tenido en sus brazos al Salvador del mundo. La fe nos enseña que cada vez que tenemos la suerte de comulgar, tenemos en nuestro corazón a Jesús, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Lo tenemos en nuestro corazón como está en el Cielo
¡Gracias, Señor!
Hay que ser agradecidos por todo lo que Dios nos ha otorgado. Por la vida y por los cinco sentidos, especialmente por la vista. El hecho de ser invidentes por enfermedad o de nacimiento, es triste. Pero, especialmente, lo verdaderamente triste no es ser ciego. Lo verdaderamente trágico es poseer un corazón sin fe. En el cielo no habrá nunca noche, porque el Señor alumbrará a todos. De este resplandor divino, participan los ángeles y los santos. También nosotros, con la gracia de Dios, participaremos de la luz de la gloria por toda la eternidad.
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