La divisa de Giacomo Casanova era Sequere Deum. Seguía siempre al dios que alimentaba su deseo. Debemos decir que eran deseos en su mayoría carnales, apetito de belleza, de sabor y saber, de conocer mundo, de mezclarse con la gente y encamarse tanto con panaderas como duquesas de cualquier edad, pues, al menos en materias amatorias, no era snob ni melindroso, sino un gran vividor que exprimió las horas de su vida como filósofo de la acción, epicúreo siempre alegre.
Ah, la alegría, esa es la mayor conquista. Es el don sagrado que permite superar naufragios vitales y surfear la cresta de la ola, cabalgar las leopardas de Dionisos que nos harán pedazos cuando ellas quieran o perdamos pie, en pleno éxtasis de energía, con el corazón devorado que siempre se regenera y convida a vivir eróticamente.

¿Eros? Ese es un dios misterioso y antiguo. Y admirar a Afrodita nacarada y sensual surgiendo de la espuma marina es un gozo que llena de alegría, un temblor generoso que impregna la vida salinamente. Fue lo que salvó al impetuoso Ayax, héroe que rondó el pozo de la depresión, abismo que atrae al incauto que se asoma como canto irresistible de sirena envenenada, semejante al pecado imperdonable que era la acedía de los monjes medievales. ¿Tedio vital? Ayax supera el veneno porque se avergüenza de mostrar tristeza a su amada. Y al renacer se enamora de nuevo de la vida, tal es el poder erótico.

Otros prefieren poder sobre la vida de los otros y riquezas sin límite, codicia de idólatras mezquinos y miedosos, a la postre tremendamente aburridos, que nunca supieron cantar como el poeta negro y sabrosón: «Te voy a beber de un trago, como a una copa de ron».