Las apuestas apuntan a que Elon Musk aterrizará en Marte antes que el dipsómano pueda tomar una copa en el bar del Parador de Ibiza. En el tiempo que el parador lleva parado los egipcios ya habrían construido varias pirámides, los romanos unos cuantos coliseos y cualquier especulador habría edificado la costa de Cádiz a Puglia.
Después de tantos anuncios sobre su flamante apertura, parece que este verano seguiré llevando la petaca para brindar desde la acrópolis pitiusa, la ciudad más antigua de Baleares, donde los restos de antiguas civilizaciones duermen sueño eterno o adornan entradas y salones de las casas de Dalt Vila.
Pero esté o no listo el bar del parador, siempre encontraré más gozo paseando por las cuestas y callejuelas de la ciudad alta que encapsulado en un pepino espacial rumbo a un planeta desértico donde no existen los bares. Sí, prefiero andar con las apariciones y espectros que otorgan en el espacio y en el tiempo sus tres mil años de historia lúdica, coqueteando con sus indígenas, parando en alguno de sus garitos para beber una frígula, un suissesse o un palo con ginebra, pero nunca un redbull, y tal vez burlarme de los participantes en la próxima carrera de obstáculos que proyecta la marca que patrocina deportes de alto riesgo.
Si me apunto a esa carrera de locos haré parada en todos los bares, que son fuente de encuentro y aventura, y tal vez arranque permiso al Ayuntamiento para ir a caballo. Todo antes que correr por el espacio sideral con una tripulación abstemia y aséptica, de conversación matemática, cuya máxima ilusión es ser los primeros en excavar otro planeta.
Tal y como le preguntó mi tío Amaro a Neil Armstrong: ¿Pero qué demonios hacían en la Luna sin mujeres?