Imagen de archivo de una playa de Formentera. | Toni Ruiz

El fuerte viento del suroeste que azotó la costa de Formentera el pasado miércoles, arrojó sobre la arena de s’Espalmador el cuerpo sin vida de otro ser humano, uno más de los centenares que habrán muerto ahogados al zozobrar la barca con que navegaban desde el norte de Argelia hasta las Baleares. La tragedia no cesa, ante la indolencia de las autoridades, la ignorancia de la ciudadanía y el desprecio de los más despreciables de nuestros convecinos. Desde 2014, más de 28.000 personas han perdido la vida o desaparecido en el Mediterráneo, la frontera más letal del mundo para los migrantes, que algunos se empeñan en pedir que se blinde. ¿Cómo se blinda una frontera marítima de 130 millas náuticas? ¿Levantando un muro con concertinas en lo alto? ¿Sembrando de minas las aguas territoriales? ¿Con patrullas marítimas de drones armados con misiles aire-superficie guiados por GPS? Para los odiadores de extrema derecha y sus discursos xenófobos y delirantes, alertando de la invasión de africanos y musulmanes que violarán a nuestras mujeres e hijas; y que nos asesinarán a todos a machetazos, todos los inmigrantes que viajan en patera son monstruos; pero los demás únicamente vemos a seres humanos buscando oportunidades. Propagan discursos, sobre todo en la ciénaga pestilente de las redes sociales, que deshumanizan a los migrantes, algo que acaba calando en determinado sector de la opinión pública y dificulta su integración. Pero ahí están los tres cadáveres hallados sobre la arena de Formentera, sin nombre, que arriesgaron sus vidas en el mar, huyendo de conflictos, persecuciones o situaciones de extrema pobreza. Sin el menor resto de empatía ni respeto por los Derechos Humanos, la ultraderecha debe alegrarse de que al menos tres peligrosos invasores hayan perecido antes de acabar con nosotros. Los muertos nos dan pena, pero mucho menos que los odiadores de Vox.