Uvas. | Couleur from Pixabay

Nada queda de la España feliz, la que brindaba con Ramón García enfundado en su capa y cantaba villancicos en familia. La crispación se ha apoderado de todos los estratos sociales. Cada comentario y cada gesto son interpretado como una ofensa a una minoría. Los de la lengua más larga suelen tener mandíbula de cristal. Es agotador. Nos han metido la polarización política en cada recoveco de nuestra vida: en la comida, en la tele e incluso en la cama. No hay espacio para la inocencia y para el mero disfrute inocuo. Vivimos encorsetados en lo políticamente correcto y enfrentados porque ello beneficia ciertas estrategias geopolíticas. Con unos ciudadanos ofendiditos y frágiles, ahogados por la presión fiscal y la escasez de vivienda, tendremos súbditos dependientes de la acción de gobierno que fortalecerán el poder. Cuanta menos libertad económica y de expresión tengamos, más presos seremos de un Estado intervencionista, cuya agenda pretende flanquear los muros del último reducto de esperanza que nos queda: la familia. El Gobierno despliega sus tentáculos para prostituir cada institución del Estado y convertirla en una sucursal del partido. Con el pretexto de «que viene la ultraderecha» enmascaran la corrupción política y moral que nos ha envenenado. El Estado está al servicio del interés de un partido que nos necesita más pobres, menos libres y más dependientes de sus ayudas. Con ello nos meten en una dinámica y un marco mental en el que no cabe el futuro y el emprendimiento; incluso señalan los temas en torno a los que debe entretenerse la opinión pública. Conmigo o contra mí. No hay escala de grises. Los funcionarios son héroes y los empresarios unos explotadores. El efecto boomerang está al caer. Bienvenidos a un 2025 más Orwelliano.