Durante 2.018 comenzamos a preparar la boda que tendría lugar el verano del año siguiente en Baiona, localidad pontevedresa de amplia tradición marinera, famosa por ser la primera población en tener noticias del descubrimiento del nuevo mundo. Ya ven, todos nos sabemos de carrerilla lo de la partida de las tres Carabelas desde el Puerto de Palos de la Frontera, pero no que La Pinta, una de las dos embarcaciones supervivientes, capitaneada por Martín Alonso Pinzón, arribó la primera a tierras gallegas el 1 de marzo de 1.493. Pensamos que sería buena idea combinar la terriña con la terreta a través de los típicos tópicos de nuestros respectivos lugares de origen, girando todo ello en torno al lema «mediterráneamente gallega», rollo publicidad de una conocida marca cervecera. Tras la celebración religiosa en la Capilla de Santa Liberata, bajo un sol inusual en esos lares, sonaron tracas y danzaron gaiteros, y ya en el tradicional Pazo se comió paella valenciana y empanada gallega, se bebió mistela y licor café y se bailó desde el Extasi de Ximo Bayo al Miña Terra Galega de Siniestro Total. Aquella noche, cuando entrada la madrugada y tras un largo, intenso y emotivo día, por fin descansamos en el Parador del Conde de Gondomar, protegidos por la Fortaleza de Monterreal, no podíamos imaginar que la desgracia iba a traer historias paralelas entre ambos territorios.
Como recordarán, el 13 de noviembre de 2.002, el hundimiento del Prestige en las inmediaciones de la Costa da Morte provocó un daño irreparable en toda Galicia. Tras casi una semana de decisiones erróneas que se debatían entre acercar o alejar la embarcación de la costa, acabó por partirse en dos arrojando al mar sus 77.000 toneladas de fuel, que afectaron a 2.000 kilómetros de las costas española, francesa y portuguesa. No hubo que lamentar víctimas humanas, menos mal, pero si un verdadero drama ecológico, social y económico, fruto de una nefasta gestión por parte de las autoridades competentes. La referencia a «pequeños hilillos de plastelina», utilizada por Mariano Rajoy, por aquel entonces portavoz del Gobierno y ministro de Presidencia, aun escuece en una sociedad que se reveló ferozmente frente a tamaño despropósito al grito de «nunca máis», al que siguió una conmovedora ola de solidaridad, denominada «marea blanca», para contrarrestar la negra que teñía sus mares, que llevó a miles de ciudadanos a desplazarse como voluntarios a las zonas afectadas. La magnitud de la catástrofe y su deficiente gestión motivó multitud de actos de protesta y hasta el lanzamiento de chapapote a representantes políticos, fruto de la rabia social generada ante la carencia de medios para hacer frente a una evitable tragedia y, en especial, por la improvisación, descoordinación e ineptitud que imperó en la toma de decisiones. No se produjo ni un solo cese o dimisión en asunción de responsabilidad política por los errores cometidos. El proceso penal seguido ante la Audiencia Provincial de A Coruña acabó en nada, y el denominado Plan Galicia, aprobado por el Gobierno para la reactivación económica con una inversión de 12.459 millones de euros, fue abandonado por el nuevo, tras la derrota del Partido Popular en las elecciones de 2004, al considerarlo una mera propaganda partidista.
Como todos saben, el 29 de octubre de 2024, unas abrumadoras precipitaciones desbordaron ríos y barrancos arrasando poblaciones enteras de la provincia de Valencia y localidades de Castilla-La Mancha y Andalucía, con la pérdida de centenares de vidas e incalculables daños materiales de los que costará llegar a reponerse. También en este caso resultó deficiente la gestión llevada a cabo por las autoridades autonómicas y estatales, tanto respecto de los mecanismos de alerta como de respuesta, a lo que deben unirse unas ayudas por el momento a todas luces escasas para recuperar la normalidad, lo que también derivó en fuertes protestas y manifestaciones. Como no, el paralelismo con la tragedia que afectó a nuestros vecinos gallegos se completa con la enorme riada de solidaridad de miles de ciudadanos que inundó las calles de las poblaciones afectadas. Como en el Prestige, no esperen que nadie asuma responsabilidad política alguna más allá de los ceses fulminantes, necesarios e interesados de las inoperantes Conselleras de Industria y Turismo y de Justicia e Interior, saliéndose de rositas de cualquier procedimiento judicial que se inicie. Incluso es curioso que desde el gobierno valenciano se descarten dimisiones afirmando que «no es una opción, no podemos abandonar a las víctimas», cuando precisamente eso es lo que fatalmente hicieron. En Valencia, los famosos indicadores en las fachadas de «hasta aquí llegó la riada» de 1957 tendrán que sustituirse por otros en que pueda leerse «hasta aquí llegó la incompetencia en la riada» de 2024. Y ojo, porque en doscientos cincuenta años se habían documentado hasta seis avenidas de agua. Veremos que se hace para prevenir y atajar la séptima.
Pero todo esto no es nuevo en Valencia, que ya vivió un grave accidente de metro el 3 de julio de 2006 que causó la muerte de 43 personas e hirió a otras 47, sin que, como no, se produjera asunción alguna de responsabilidad o dimisión por parte de los responsables políticos, más allá de atizarse recíprocamente entre gobierno y oposición en mitad de las constantes protestas organizadas por la asociación de víctimas, habiendo finalizado el eterno proceso judicial seguido con un acuerdo completamente intrascendente y sin consecuencia alguna. Tampoco para los vecinos que lo perdieron todo en La Palma por la erupción del Volcán de Cumbre Vieja el 19 de septiembre de 2021, que siguen esperando los fondos prometidos en compensación por sus viviendas, cubiertas por metros de lava volcánica, mientras ochenta y cinco familias continúan viviendo en casas contenedor en Los Llanos de Aridane y treinta y seis en casas de madera en El Paso, así como otras treinta familias sobreviven gracias a la ayuda de Cáritas o de alquileres sociales. Lo mismo sucede en Lorca, localidad murciana que fue arrasada por un terremoto el 11 de mayo de 2011, en el que perdieron la vida nueve personas y sucumbieron múltiples construcciones, donde los damnificados llevan esperando casi catorce años las ayudas pendientes, ancladas a una eterna burocracia que las mantiene en un eterno limbo.
Como he leído en alguna pancarta viral, «lo que le pasa al país es que la solución está en manos del problema». Tal cual. Porque el Estado, al que todos fiamos nuestra suerte, se ha transformado en un interesado servidor del propio sistema político. Está ausente, secuestrado, perdido en absurdas batallas internas para dar exclusiva satisfacción a sus intereses partidistas, mientras es incapaz de servir a los ciudadanos a los que representa cuando éstos más lo necesitan. También el sistema autonómico ha fallado estrepitosamente, resultando insuficiente ante tamañas catástrofes. Por eso nadie cree ya en unas instituciones, tripuladas por personal carente de preparación que muestra todas sus vergüenzas con declaraciones y actuaciones lamentables. Y sí, es cierto, las luces se apagarán y las cámaras se marcharán, pero recuerden que solo el pueblo salva al pueblo y que no es posible un futuro sin memoria. Por eso tampoco deben obviar que ese mismo pueblo ni olvida ni perdona.