Cada 31 de octubre se repetía el mismo ritual. Al salir del trabajo mi padre nos recogía de casa con su Talbot Horizon azul eléctrico, sustituido más tarde por un Renault 19 gris oscuro, aquel del anuncio publicitario que simulaba una famosa escena de la película Tiburón. Los cinco ocupantes, cargados hasta las trancas, sin aire acondicionado y cenando un nutritivo bocata de algo, partíamos hacia el pueblo de mis padres, en Cuenca, amontonados los unos sobre los otros. Eran otros tiempos, aquellos en los que el coche llevaba cenicero y se usaba, se escuchaba Tablero Deportivo en Radio Nacional de España y no existían ni sillitas con isofix ni tablets para hacer el camino más seguro y ameno. Se jugaba al Veo Veo y se cantaba la canción del elefante que se balanceaba sobre la tela de una araña, mientras acariciaba suavemente con la mano la manta con bordes de raso que me acompañaba en todo momento desde niño. Al llegar al pueblo tocaba parada obligada en casa de los abuelos paternos antes de continuar la ruta hacia la de los maternos. La abuela Julia te sacaba una madalena y algún trozo reseco de chocolate. En alguna ocasión hasta te daba una moneda a escondidas, como si fuera droga, para que tus hermanos mayores no se percataran de la jugada. Para algo era el pequeño.
Esa noche, en la casa del pueblo, todo era silencio. Lo que ahora se denomina «la noche de las brujas» era en aquellos años un tiempo destinado al recogimiento y la oración. Un momento para recordar, con dolor y esperanza, a los que ya no estaban con nosotros, como mis abuelos Cástulo y María o mi tía Conchita, fallecida demasiado joven y a la que no llegué siquiera a conocer. Todo se adornaba de respeto y luto con unas pequeñas candelas encendidas en un puchero de aceite o con unas velas de esas con el típico recubrimiento de plástico rojo. Las calles permanecían desiertas. No era día para salir, como nos repetía constantemente mi madre. Nadie se disfrazaba, nadie decoraba calabazas y mucho menos nadie iba, puerta por puerta, pidiendo caramelos. Solo se preparaba en casa algún dulce típico para la ocasión, como buñuelos, a los que en las islas se sumarían los tradicionales panellets. Había que recogerse pronto, porque al día siguiente había que bajar al cementerio, limpiar las lápidas, adornarlas con flores frescas y rezar por quienes siguen entre nosotros en alma. Todo el pueblo se encontraba aquella mañana allí, casi siempre con una climatología bastante desapacible.
El jueves pasado sonó el telefonillo de casa. Eran unos chavales que no superarían los doce años ataviados con disfraces de monstruos y superhéroes, portando una calabaza de plástico a modo de cesto y que gritaban incesantemente aquello de «truco o trato» con la finalidad de obtener alguna chuchería o, en su defecto, alguna moneda para poder adquirirla. Por la tarde, las principales vías de Vila se encontraban repletas de jóvenes de todas las edades portando similares indumentarias, desde vampiros a heroínas. Todo era algarabía y diversión. Los más mayores incluso comenzaban a sustituir la inmensa variedad de gominolas con forma de ojo o dedo expuestas en los supermercados por alguna que otra botella de alcohol. Hasta el gimnasio estaba lleno durante toda la semana de telarañas, tumbas, murciélagos y esqueletos. De hecho, mis hijos llevaban días volviendo a casa con múltiples manchas de pintura naranja, síntoma inequívoco de trabajos plásticos vinculados a Halloween. Ese día incluso debían ir disfrazados de algo que asustase o diese miedo, que bien podría haber sido de inspector de hacienda, porque la toga hace tiempo que dejó de darlo.
No llego a comprender como, en apenas unos años, hemos pasado de un extremo a otro. Jamás en nuestra juventud nos disfrazamos de nada ese día, ni de fantasmas ni de Spiderman. Para eso ya estaba el Carnaval, con entierro de la sardina incluido. Nunca salimos esa noche. Ya había suficientes días y festividades a lo largo del año para hacerlo. No decorábamos la casa con todo tipo de detalles maléficos, sino con unas sencillas velas en memoria de nuestros familiares fallecidos. Y tampoco pedíamos por las casas dulces o nada que se le pareciera. Pero ya se sabe que en este país nos va más una fiesta que a un tonto un lápiz. Somos de frases como «tranquila cariño, me tomo una y subo», «no quería, pero me han liado» o la célebre «la última y nos vamos». Somos de hacer enormes hogueras en San Antón para purificarnos, pero también para asar carne con sus ascuas. Celebramos la Semana Santa, pero nos ponemos moraos a torrijas. En Ibiza celebramos hasta la Feria de Sevilla para beber rebujito, la Oktoberfest de Múnich para ponernos finos de cerveza y hasta las Fallas de Valencia para hacer ruido. Cualquier día montamos un encierro en Vara de Rey al grito de ¡viva San Fermín! La verdad es que, bien pensado, los guiris fliparían.
Somos capaces de menospreciar la amplia riqueza cultural, histórica y religiosa de nuestro país, repleta de tradiciones ancestrales, para sustituirla por experimentos americanos de hace cuatro días, casi siempre exportados por europeos al nuevo continente, pero dándoles un toque yanki que los hace mucho más cool. Celebramos Halloween disfrazados de cualquier tontada. Nos dejamos un dineral en el Black Friday y, por si aún nos queda algo por pulir, lo petamos en el Cyber Monday. Nos rendimos a los pies del Papá Noel gordo, con barba y traje rojo inventado por la Coca Cola, cuando su origen real es San Nicolás, perfectamente representado en la iglesia valenciana dedicada al mártir. Incluso adornamos de forma cursi árboles de navidad de plástico recauchutado con bolas, luces y todo tipo de mandangas sin saber que su origen se debe a San Bonifacio, que taló un árbol en Alemania representativo de Yggdrasil para plantar un pino que, por ser perenne, simbolizaba el amor a Dios, adornándolo con manzanas y velas para representar el pecado original y a Jesús como la luz del mundo. ¡Con lo bonita que es la historia de los Reyes Magos de Oriente! Ya casi nadie va a la Misa del Gallo a besar los pies al niño Jesús, casi nadie monta los tradicionales Belenes en casa y, como ven, ya muy pocos guardan el debido respeto y recogimiento la noche de Todos los Santos.
Ya saben que Spain is diferent y que aquí, si la vida te da limones, pides sal y tequila. Por eso resultará harto complicado que en nuestro país se generalice la celebración de la también americana tradición del Thanksgiving o día de acción de gracias, en el que se conmemora la ayuda que los colonos ingleses recibieron de los indígenas americanos en 1.621. Porque allí se come un enorme pavo asado cuando nosotros somos más de cordero y gorrino con sus patatitas. Pero, lo más importante, porque además hay que juntarse necesariamente con la familia en muestra de agradecimiento. Ojo, ¡suegra y cuñados incluidos!, y para eso ya nos llega con una noche buena al año. Tengamos la fiesta en paz…
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