Un podenco ibicenco ha sido rescatado por los omnipresentes bomberos en un acantilado de Formentera. Estos bomberos se la juegan galantemente, ya sea para rescatar a las excursionistas que se desmayan en Atlantis, al desorientado ejecutivo metido a senderista dominguero, al alpinista que no sabe que escalar Aubarca o Barbaria es más traicionero que el Mont Blanc, o al podenco despistado que termina preso en un acantilado.

Como una moderna de estirpe de caballeros andantes, los bomberos prestan arriesgado servicio con alegría, y luego se despojan de la armadura para posar en pelotas en calendarios cachondos que subvencionan diversas cosas. Pero que hagan lo que quieran, pues se lo han ganado con creces con su conducta valiente en todo momento.

Pero ¿cómo llegó este podenco a lugar tan inaccesible? ¿Estaría persiguiendo a alguna coqueta lagartija azul o una esquiva jineta? ¿O tal vez una fina becada que no quería acabar en el sabroso arroz de un payés gourmet? ¿Es posible que cayera tras uno de sus saltos estratosféricos, persiguiendo un conejo o cazando al vuelo una perdiz? Sabemos que su olfato y oído son finísimos, que es cazador supremo de carácter muy particular, pero su vista no es precisamente de águila.

El caso es que el podenco ibicenco, una de las razas más antiguas –miles de años de tradición cazadora junto al hombre—, se conserva corriendo por las Pitiusas desde que lo trajeron los navegantes fenicios. El factor insular protegió la pureza de una raza que ha sido muy representada en los relieves del Antiguo Egipto, identificándose con el dios de ultratumba, Anubis, fiel acompañante de la divina Isis. Y como el vino, Bes y Tanit, aquí se ha quedado.