Una enfermera administra una vacuna. | Rober Solsona

Arranca la campaña de vacunación contra el virus de la gripe. Ya adelanto que yo iré a mi centro de salud a partir del 14 de octubre para inmunizarme, pues aunque estoy lejos de los 60 años, padezco diabetes, por lo que formo parte de ese numeroso grupo de población, denominado población global diana, que está más expuesto a sufrir complicaciones graves en caso de resultar infectado. Tan pronto como la consellera de Salud, la doctora Manuela García, presentó la nueva campaña, surgieron en las redes sociales, cómo no, los catedráticos en ignorancia, alumnos en todo y expertos en nada, a proclamar que las maldades de las vacunas, que no reproduciré aquí para no contribuir a aumentar la idiotez general, ya suficientemente acusada sin necesidad de más aditivos. La situación es preocupante, porque el año pasado únicamente nos vacunamos el 23 % de los ciudadanos que deberían haberlo hecho, lo que supone quedar expuesto voluntariamente a enfermar. Todos sabemos lo fácil que es contagiarse y transmitir el virus de la gripe, así como otros virus respiratorios como la Covid. Nadie nos tiene que explicar nada al respecto, pues lo hemos vivido en carne propia y conocemos lo sencillo que es que un volumen importante de gente acabe fuera de combate y necesitando atención médica y quizás cuidados hospitalarios. Pese a ello, mucha gente desconfía de las vacunas por lo que ha oído a quién sabe quién en las redes sociales, razón por la que prefiere no «correr el riesgo» de seguir el consejo de su médico o profesional de enfermería. Recuerdo a mi madre q.e.p.d. cuando nos llevaba a mis hermanos y a mí al practicante, para que nos pusiera una dolorosa inyección, en una consulta que apestaba a desinfectante, un aroma que ya no se huele en ningún hospital, afortunadamente. Recuerdo que llorábamos ante aquellas jeringuillas enormes. Y ella decía: «Val més que ploris tu a que plori jo».