Pedro Sánchez. | Eduardo Parra

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, desplegó sus poderes en Palma. Tras reunirse con el rey Felipe VI durante dos horas en el Palau de l’Almudaina, compareció ante los periodistas. Nos soltó un monólogo insufrible y tedioso sobre la economía que, a su juicio, va como un tiro. Que se lo pregunten a los desalojados de Can Rova. Estuve a punto de desmayarme, porque el calor apretaba de lo lindo. Todo el país pudo comprobar lo desconectado que está de la realidad. Califica el preacuerdo entre el PSC y ERC de «bueno para Catalunya y para España». Hasta los suyos lo critican y haciéndolo, dejan de ser los suyos. Al día siguiente, a raíz de las críticas de Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, Sánchez dijo que la noticia sería que el barón socialista apoye en algo al Gobierno. No entró a analizar las causas del descontento. Ya lo considera un enemigo y, por tanto, alguien a quien no hay que dar explicaciones. Lo mismo que con lo de su esposa, Begoña Gómez. El PSOE ha dejado de parecer un partido político, porque hoy dice una cosa y mañana exactamente la contraria. Más se asemeja a una banda mafiosa, donde uno manda y los demás callan por miedo a ser liquidados. De tanto tratar con delincuentes, indultarlos y amnistiarlos, además de blanquear sus delitos haciendo que el Tribunal Constitucional revise las sentencias del Supremo, según convenga, los socialistas se comportan como una organización delictiva. No hay más debate que la voluntad suprema de Sánchez, que no puede salir a la calle sin que le abucheen. Incluso en el Patio de Armas de la Almudaina se oían los gritos en su contra. En tal de seguir en La Moncloa, Sánchez promete un concierto económico a los independentistas catalanes y les saca del régimen general del sistema de financiación. Y los demás, a callar. Es la implosión del sistema constitucional desde dentro.