La masificación del mirador de es Vedrà. | Alejandro Mellon

La pasada noche, yendo de Cala Carbó al Cap Llentrisca, donde tenía una cita venusina de salsa y ron, pasé entre Cala d`Hort y el desvío que lleva a la torre del Cap des Jueu, también conocida como torre del pirata Blasco Ibáñez. El pequeño tramo se transformó en una peligrosa carrera de obstáculos, con coches abandonados en mitad de la calzada y legión de criaturas bípedas que avanzarían mejor a cuatro patas. Venían, por supuesto, del mirador del Vedrà, atestado siempre en los veranos del estúpido selfie que ha destrozado la sagrada espontaneidad y la intimidad de los juegos prohibidos.

Comprendo el éxito de un lugar de vistas prodigiosas y merecida fama esotérica; también que venga a la cabeza eso que decía Sartre: «El infierno son los otros», pues su masificación es tan extraordinaria como incómoda.

Y me pregunté si alguno de los turistas peregrinos habría leído la novela del valenciano sensual y viajero, Blasco Ibáñez, Los muertos mandan, en la que el protagonista, un butifarra mallorquín que escapa de deudas y matrimonio de conveniencia con una adinerada chueta, se refugia y enamora en la torre que mira al dragón petrificado que es Vedrà. La novela es un testimonio magnífico de la Ibiza del festeig, isla romántica que llegó a tener la estadística más alta de crímenes pasionales de Europa, cuando el Uc llegó a ser prohibido por la Guardia Civil.

Cierto que la novela tiene mala fama entre muchos nativos ibicencos que no la han leído, tal vez porque fue muy criticada por el gran historiador Isidoro Macabich. Pero refleja una época anterior a la masa turística, cuando las puertas de las casas se dejaban abiertas, pero los duelos por una al.lota de mirada ardiente eran frecuentes en las sierras pitiusas.