Al llegar a Rimini hay que adoptar el pensamiento esférico de Fellini. El gran cineasta italiano gustaba de admirar un culo femenino con las hechuras de la Maestranza sevillana o el Coliseo romano o, por qué no, como la luna llena que brota que brota del Adriático para cortejar a la musa. Es un rito antiguo y efectivo, pero también muy personal, alejado de cualquier curso estándar de eso que llaman hoy mindfullnes, que viene a ser el zen que practica el jardinero enamorado de sus flores, el payés que cultiva la tierra o el samurai presto a esgrimir su katana para partir en dos al mosquito que perturba la siesta búdica.Paseé por el museo Fellini, sito en una antigua fortaleza de los Malatesta donde se escuchan los suspiros de Francesca de Rímini, en compañía de una expedición portmanyí que haría huir de nuevo al temido pirata conocido como el Papa de Ancona. (Los ronquidos escandalosos de Vicent de Kantaun en el vuelo a Bolonia fueron todo un prólogo leonino).
Nos lleva un cicerone de lujo como es Pepe Roselló, que asiste con la aureola de un divo a la inauguración del nuevo Space del que parla toda la costa de la bella Italia donde pervive la dolce vita. Me marqué un baile con Marta Subirà, que semejaba Anita Ekberg maullando «¡Marcello!» en la Fontana de Trevi, llamada irresistible a la danza en un museo repleto de los sueños húmedos de un cineasta fetiche.
Luego ya, abandonado, anduve por una playa solitaria con millones de hamacas y sombrillas volantes bajo la tormenta. Paré en el Gran Hotel, con su barra gustosa del dios Pan, y brindé con un negroni para ponerme a tono con el surrealismo que tiñe esta costa, y, ¿por qué no?, también para soñar esféricamente.