Algo huele a podrido en el Sanchismo. El ‘Koldogate’ ya es ‘caso Sánchez’ (la traición es una simple cuestión de fechas en una veleta que cambia continuamente de opinión), caso Armengol, caso Ábalos, caso Begoña... Marlaska es un zombi apestado desde mucho antes del asesinato de los héroes de Barbate. Los presuntos gobernantes demócratas se muestran todos muy indignaditos, pero no dan una explicación. Ya se sabe que el criminal tiene derecho a no declarar en su contra, pero eso de callarse como putas y echar balones fuera cuando se ejerce un cargo público es especialmente asqueroso. La responsabilidad no existe en la cosa pública: es más difícil que un político dimita que un camello pase por el ojo de una aguja.

La banda sanchista, tan fake como sus mascarillas, vendía la burra de regenerar la política, proyectaba reeducarnos con el absurdo lenguaje de la castradora filosofía woke, una dieta new-age donde todos los valores son relativos (Groucho lo decía mejor que el trilero monclovita: «Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros»), y se han revelado como el gobierno más destructor e infame desde la Transición. ¡La de perversiones totalitarias que inventan para dictar la vida de los otros! Y por supuesto han sido pillados haciendo negocio en su plandemia particular. O son cretinos incapaces que no se enteran de nada o son una banda criminal al asalto del poder. En cualquier caso no sirven, se sirven.

Hace años que la sociedad considera a los políticos como uno de los problemas más graves, lo cual es peligroso. Pero con este gobierno putrefacto la pestilencia es insoportable.