Hay que hacer política» se dice, y a continuación se arría el sentido común y se entra en la carrera por ceder cualquier cosa. «Ahora es el tiempo de la política», se hace el silencio y se negocia en salones oscuros. «Hagamos política con mayúsculas» y se abandona cualquier opinión técnica que informe los criterios que nos dimos todos en la legalidad democrática. «Vamos a hacer política» se afirma, en fin, como salvoconducto ante algo ilegal. Es ilegal pero la política todo lo puede.

Estos días, amable lector, oirá mucho esto de «hay que hacer política» a cuenta de la investidura de Sánchez y de todos los encajes que ahora se le ocurrirán para solventar de un plumazo las reclamaciones de la clase dirigente del separatismo. O para sellar el «compromiso histórico» del independentismo, o para preservar la convivencia y la concordia que, por lo visto, el Estado de Derecho perturbó gravemente en 2017. Cualquier cosa, cualquier eufemismo sirve para tapar el acto grave de rediseñar nuestro Estado, no por el acuerdo de la gran mayoría de los españoles sino solo por la conveniencia de un señor.
Hicimos por acuerdo la Transición de la Dictadura a la Democracia, nos dimos el Estado autonómico como forma de solventar la cuestión territorial, reconociendo la diversidad en nuestro país. Lo hicimos por acuerdo, ampliamente, y así también hemos hecho otras cosas importantes en Democracia como, por ejemplo, mantenernos en la OTAN o entrar en la CEE o, posteriormente, en la Unión Monetaria adoptando la moneda común. No es posible operar una mutación constitucional como se pretende sustentada exclusivamente en la voluntad de intereses personales sin siquiera contrastarla en unas elecciones.

No siempre a lo largo de estos 45 años se ha hecho una lectura autonomista de la Constitución desde el Gobierno central. Se ha puesto poco el foco en el principio de coordinación y mucho el foco en la legislación básica para armonizar en lugar de coordinar y actuar junto a las comunidades en la resolución de problemas sin excusas competenciales; incluso cuando se ha aducido la cogobernanza ha sido un simple paripé, el decorado retórico para reuniones huecas.
Por otro lado, en muchas ocasiones se ha entendido mal también el verdadero rol de lo que prácticamente son estados subcentrales y nuestras autonomías no han querido más que asumir el gasto discrecional sin ninguna responsabilidad y que el Estado central lo financiara. Se ha huido, por interés electoral, del verdadero compromiso que supone la gobernación con la resolución de los problemas de los ciudadanos apelando al esfuerzo colectivo, explicando lo bueno, pero también asumiendo la responsabilidad de lo malo.

Por tanto, claro que nuestro Estado presenta desequilibrios, que hay muchas cosas que cambiar e incluso una cultura de coordinación entre los diferentes niveles que aún estamos lejos de alcanzar porque pesan las viejas inercias. Y claro que todo ello debería ser objeto del debate público y de la concertación de voluntades para encontrar solución a muchas de ellas o para establecer la conllevancia que el pensamiento orteguiano proponía en otras.
No nos debe asustar el debate en democracia, pero no puede subvertirse el debate y creer que se resuelve dejando a la mitad de los españoles fuera de las presuntas soluciones que no lo son, por simple conveniencia personal.

Se dirá, y se asegurará que lo que se acuerde será constitucional. Bueno, está por ver, pero en todo caso hay muchas políticas constitucionales que, incluso siéndolas, son políticas estrictas de parte y nuevamente en materia territorial deberíamos aplicar -al menos a la estructura y arquitectura territorial- políticas que acepten una amplia mayoría de los ciudadanos y no sólo un cincuenta por ciento.
Todo eso, debate tan trascendente, se quiere liquidar diciendo «hay que hacer política» y conviene señalar que se hace política buena y se hace política mala y evidentemente si se utiliza para franquear la ley no es política, es otra cosa.

Hacer política no es aplazar la solución de los problemas, ni es pagar precios políticos a unos pretiriendo a los otros. Hacer política no es disfrazarse de una cosa y su contraria, dependiendo de las conveniencias del momento. Si fuera eso hacer política sería tan impostado como las disquisiciones hoy de los socialistas sobre la amnistía que ayer negaban.
Aunar esfuerzos, compartir valores, ponerlos en común, dar soluciones a nuestros conciudadanos para progresar juntos, eso es -en mi opinión- hacer política.

Hacer política es un compromiso ciudadano, ni mejor ni peor que el compromiso diario de millones de españoles que cada día aportan su esfuerzo a la vida en sociedad desde las asociaciones profesionales o cívicas, las entidades culturales, deportivas, las del ámbito económico o las del tercer sector.
Hacer política es atender a todos, dialogar con todos, negociar y
comprometerse con todos sin exclusiones; hacer política es saber que en la gestión eficaz de los asuntos públicos priman los intereses generales a los particulares y las convicciones a las apariencias.
Primar el interés general y primar las convicciones compartiéndolas con todos para dar soluciones viables y eficaces a los problemas de los españoles, de todos los españoles, esa es la forma de hacer política que propone el Partido Popular.

Y nos toca hacer política viable y eficaz en la articulación territorial del Estado, pero también en los problemas del día a día, en las políticas contra la precariedad en el empleo, en la necesaria corrección de la desigualdad social en nuestro país, en la imprescindible aceleración económica y recuperación de nuestro tejido industrial que deje atrás el estancamiento de hoy para crear más y mejor empleo.
Al final, por encima de investiduras, nuestro esfuerzo de esta hora es seguir fortaleciendo el proyecto en común y a la vez plural que compartimos para progresar más y alcanzar mayores y mejores cotas de bienestar. Haciendo política, sí, política de la buena.