En contra de lo que dicen muchos agoreros creo que aún hay esperanza en Ibiza porque aún sigue habiendo cosas que merecen la pena. Y es que cuando todo lo creíamos perdido en una isla invadida por empresas que solo tienen como afán ganar dinero a toda costa o turistas o trabajadores de temporada que llegan y se van sin importarles si ponen en peligro la vida de los que vivimos y que campan a sus anchas con irresponsabilidad y sensación de impunidad, de repente te encuentras con pequeños oasis que te despiertan una sonrisa.
Cada vez quedan menos pero los que hay siguen manteniendo como pueden su esencia en un mundo cada vez más globalizado y en el que todo es más caro. En un mundo, además, en el que nadie conoce a nadie y solo eres un número, una cifra y a correr. Son aquellos lugares que los lugareños – yo no nací aquí pero me siento casi de Ibiza – rezamos todos los años para que no cierren o para que sus dueños no decidan tomarse el descanso aunque lo merecen después de tantos años, o que sucumban a la tentación de los miles de euros que se ofrecen por los alquileres. Algo, totalmente comprensible por otro lado pero que nos dejaría con el corazón partío.
La lista de los que han ido sucumbiendo es enorme y todos los años los medios de comunicación hacen reportajes anunciando sus cierres o sus despedidas. Llegarán unas lágrimas y un lamento por lo bajini pero en apenas dos semanas será todo visto y no visto mientras asistimos impasibles como el comercio de toda la vida se ve sustituido por una franquicia o por una cadena que multiplicará el precio, el boato y el exceso con tal de aprovechar el poder de la marca y del nombre de Ibiza a nivel mundial mientras dejan ciudades y pueblos sin alma y sin personalidad.
Es por eso que creo tan importante poner en valor todos esos comercios que siguen adelante. Desde la tienda de ropa, la papelería, la imprenta, o la cerrajería de toda la vida que resisten contra las franquicias. Esa peluquería que aguanta en su pequeño barrio con precios ajustados a los residentes y una calidad y un trato de amigo mientras asiste desesperada como en cada esquina le abren una competencia apenas durante unos meses donde la calidad es lo de menos porque se revientan los precios. Esa tienda de pádel donde es preferible pagar un poco más por unas zapatillas o por una raqueta que en una gran superficie solo por lo bien que te atienden, el tiempo que te dedican y lo mucho que se preocupan por venderte el mejor producto. Y, sobre todo, esa cafetería, ese restaurante o ese bar que se ha convertido en algo impensable en Ibiza porque sigue ofreciendo menús y platos de los de toda la vida, con su grasilla, sus cubiertos de alpaca y sus manteles de papel con mapas dibujados y sus cañas bien tiradas, sabiendo que mucha gente busca menús más fashions y a precios desorbitados aún sabiendo que con suerte podrás terminar encontrando la lubina debajo de la hoja de la lechuga.
Y por supuesto Can Jordi Blues Station. Les aseguro que esto no es una campaña de publicidad. Estas líneas salen directamente desde el corazón le pese a quien le pese y le guste a quien le guste. Para mí es lugar más entrañable porque Can Jordi y su gente juegan realmente en otra liga. Pero no en una Champions League plagada de millones sino en otra mucho más humilde y más cercana porque aunque nunca le he preguntado a Vicent, casí daría por hecho que a él no le gustaría compararse con el FC Barcelona, con el Real Madrid o el Atlético de Madrid sino con el Escalerilla de divisiones más humildes.
Pasar una mañana o una tarde allí es reencontrarte con la isla y redescubrirla de nuevo. Más allá de que esté considerado como la gran catedral de la música en Ibiza, dando oportunidades a prácticamente cualquiera que haga ruido con un instrumento en las Pitiusas, el trato personalizado, amable y cercano unido a sus mesas de madera y sus sillas de toda la vida, nos hacen creer que no todo está perdido. Sus pegatinas en las puertas, la foto de los músicos y la del Che Guevara en el baño de chicos, su colmado, sus trozos de pizza, su embutido, sus cervezas o su tinto de verano me recuerdan que aún habrá que esperar para que lancen ese meteorito que acabe con todos. Porque Can Jordi Blues Station es el lugar donde me encuentro con amigos y con gente que como yo encontró su lugar en el mundo en esta isla, donde mi hijo Aitor es el fan número 1 y donde siempre quiero volver por más que se encuentre pegado a una carretera y sus vistas no sean las mejores. El lugar al que siempre quiero llevar a mis amistades y del que luzco con orgullo su camiseta. En fin, el lugar que es el gran referente de todos aquellos que siguen resistiendo como pueden a lo que nos llega de fuera y que seguro me perdonarán que no les nombre porque saben que los llevo en mi corazón. Esos comercios de toda la vida que me hacen creer que aún hay esperanza.
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