Cada vez son más los países que caminan hacia la legalización de la marihuana. Uruguay, por ejemplo, tomó esta decisión en el año 2013 y Canadá hizo lo mismo cinco años después. Incluso en los Estados Unidos, pese al rechazo inicial de determinados sectores, son ya diecinueve los estados que permiten el uso recreativo del cannabis.
Las ventajas de esta decisión política son de sobra conocidas, pues han sido analizadas y plasmadas en estudios por numerosos académicos, desde criminólogos hasta sociólogos, e incluso por algunos médicos.
En concreto, la legalización, la compra y la venta controlada por el Estado, reduciría considerablemente el tráfico clandestino, en la medida en que los consumidores no se verían obligados a acudir a los «camellos» callejeros para adquirir su dosis. Y ello por dos razones, en primer lugar, porque podrían hacerlo a un precio inferior en los establecimientos habilitados para la venta y, en segundo lugar, porque la calidad del producto, sometido a controles sanitarios, sería mejor.
Las mafias, que ahora dominan el mercado ilegal, perderían su negocio y su influencia, porque no les resultaría rentable desplegar todo su entramado, que cuesta dinero, y mucho, para introducir en el país sustancias que los consumidores podrían adquirir con total libertad y más baratas en el local de la esquina. Así pues, la violencia asociada al tráfico de drogas disminuiría. Y no sólo la derivada del denominado «modelo de la compulsión económica», la comisión de delitos para financiar el coste del consumo, sino también la originada por el «modelo sistémico», la más peligrosa, la relacionada con el sórdido mundo del tráfico ilegal y su control: homicidios y asaltos en las operaciones de droga, eliminación de delatores y confidentes, disputas territoriales, etc.
Como consecuencia de ello, no serían necesarias muchas de las decenas de divisiones policiales que ahora existen para reprimir el tráfico ilegal de drogas. Seguiría habiendo, pero muy poco, casi residual. De modo que, los cientos de millones de euros que se invierten en este trabajo policial y judicial podrían destinarse a otros fines, entre ellos, las campañas públicas de concienciación relacionadas con el consumo excesivo de drogas, de tabaco o de alcohol y los problemas de salud anejos a esta problemática.
La compraventa, además, estaría sujeta, al igual que el tabaco o el alcohol, a su correspondiente impuesto, lo cual supondría ingresos para el Estado, que, unidos a la reducción de gasto antes mencionada, incrementarían notablemente las arcas públicas y, por ende, la calidad de los servicios públicos en beneficio del ciudadano.
Pero hay más. Si el cannabis estuviera sujeto a controles sanitarios oficiales y se vendiese en locales autorizados, esto sería garantía de que el producto no estaría adulterado con otras sustancias que, en ocasiones, sí pueden afectar gravemente a la salud.
A veces, la opinión pública es confundida, puede que de propósito, y llevada a opinar que la legalización equivaldría a una suerte de promoción del consumo de drogas por parte del Estado. Y no es así. Porque en los países donde se ha tomado la decisión de regularizar una realidad que jamás va a eliminarse con sanciones o medidas restrictivas, aquélla ha sido acompañada por medidas educativas y de concienciación de los efectos derivados del consumo. El tabaco es legal. El alcohol es legal. Y el Estado no fomenta su consumo. Al revés. ¿Por qué no hacer lo mismo con el cannabis?
Además, en un régimen democrático, donde la libertad de las personas se presupone lo más importante, el fundamento de todo el sistema, debería primar la libre decisión del individuo acerca de su diario proceder, siempre que, por supuesto, no perjudique de forma manifiesta a los demás. Un perjuicio que no existiría por el simple hecho de la legalización del cannabis. La función de un Estado democrático es la de garantizar la eficacia del derecho fundamental a la libertad. Que sea el ciudadano el que, a través de la formación adquirida, decida sin injerencias.
No nos engañemos. En la situación actual, incluso en los países donde se sanciona más severamente la posesión o la tenencia de drogas, se sigue consumiendo droga. Al igual que, en los Estados Unidos, en la época de la ley seca, se seguía bebiendo alcohol. La prohibición, pues, es absurda. Y sólo responde, bien a una moralidad determinada, bien a los intereses económicos de unos pocos bastante difusos.
El debate tiene que darse. Y los argumentos fundados de partidarios y detractores deben ser puestos de manifiesto. Una sociedad capaz de hacerlo, de llegar a acuerdos entre quienes piensan diferente, es la sociedad en la que, algún día, me gustaría vivir.
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