La gratuidad del transporte es mentira. Lo pagamos entre todos, seamos o no usuarios del autobús, el tren y el metro. Es un ejemplo palmario de cómo una medida inicialmente positiva para las personas con menos recursos deviene en derroche de dinero público sin límites. Esta práctica de las administraciones se acentúa a medida que se acercan las elecciones, con el indisimulado objetivo de obtener el favor electoral de los beneficiarios.
Sin duda, a nadie importuna pagar el transporte a quienes lo necesitan. Frente a la crisis, la solidaridad con las personas; pero carece de sentido tener que invitar a viajar en metro o en tren a Francina Armengol o a cualquiera de sus consellers, si se diera el caso de que los fueran a utilizar más allá de para hacerse una foto. Y ya no es solo el millonario coste de la medida –una más de la extensa relación de bonos, ayudas y ‘paguitas' varias–, sino que en todos los casos hay que sumar la voluminosa inversión propagandística que conllevan. Y Podemos pretende que sea para siempre.
A diferencia de otra medida con carácter universal como fue la bonificación del precio de la gasolina –¿por qué gratificar el combustible a quienes lo podían pagar?–, el bono social térmico exige un determinado nivel de renta para su percepción, con la excepción de las familias numerosas. En Madrid, la izquierda ha fabricado un escándalo por el hecho de que el vicepresidente de la Comunidad, Enrique Ossorio, ingresa los 195,82 euros del bono.
El alboroto ha tenido un recorrido muy corto, hasta que se ha sabido que la portavoz de la oposición madrileña, Mónica García, de Más Madrid, también lo recibe por idénticas circunstancias, padres de familia numerosa, como el subdirector general de Energías Renovables, Jesús Ferrero y, apuntando más alto, nada menos que el secretario general de la Presidencia del Gobierno, Francisco Martín Aguirre, con despacho diario con Pedro Sánchez en La Moncloa. (¿Y no hay ningún alto cargo en las administraciones de Baleares que sea padre o madre de familia numerosa?). A la vista del ridículo, el Gobierno se apresura ahora a intentar corregir la chapuza legislativa, otra más.
Mientras el triunfalismo gubernamental no cesa de proclamar, gracias a su gestión por supuesto, las virtudes del pleno empleo –es cierto que en Baleares hay ocupación, pero muchos trabajadores alcanzan a duras penas el final de mes y la previsión del Banco de España del incremento superior al 12 % de la cesta de la compra no augura nada bueno–, el despilfarro se manifiesta en iniciativas como la de la peculiar Direcció General de Polítiques de Sobirania Alimentària de nuestro Govern que ha convocado el primer Concurs –no lo dice pero se supone que mundial– de Panades de Me, con premios de 900, 300 y 200 euros.
El plazo de inscripción finalizó el pasado viernes 24 y el desenlace se conocerá el miércoles 29 en el mercado palmesano de Santa Catalina. Aunque el montante de los laureles, 1.400 euros, parezca el chocolate del loro, no lo es todo lo que hay detrás: un departamento del Govern con su director general, sus funcionarios y sus asesores, por otra parte absolutamente superfluos, que consumen recursos y energías públicos. Por divertida que pueda ser la convocatoria, no están los tiempos para estas memeces.
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