Me gusta el frío, no se lo voy a negar. Ver caer la nieve, sacar la lengua para intentar cazar algún copo limpio y puro y sentir su crepitar al andar, son ese tipo de sensaciones de la infancia que me reconfortan y emocionan a partes iguales. Haber nacido en un pueblo de Burgos tiene parte de culpa, pero sentir que un manto blanco cubre las calles, fuentes y bosques es uno de los fenómenos más mágicos que conozco. De hecho, en Aranda era tan común ver nevar todos los inviernos, hasta convertirse en nuestra típica estampa navideña, que, a los siete años, una Noche de Reyes me eché a llorar sin remedio porque pensaba que, si mi calle no estaba blanca ni colgaban del cielo esa suerte de gotas de lluvia congeladas y suaves, Sus Majestades de Oriente no vendrían. ¡Menos mal que hicieron su magia y a la mañana siguiente una flamante bicicleta roja con ruedines y un sonoro timbre me estaba esperando con un lazo junto a los zapatos!
Es curioso cómo asociamos conceptos y de qué manera extraño aquellas ventiscas copiosas y densas de mis primeros años de vida; ir al colegio con las botas de agua bien calzadas mientras mi hermana, mi madre y yo nos lanzábamos bolas enormes o, incluso, no poder ir a clase porque era absolutamente imposible dilucidar dónde estaba nuestro coche, en qué lugar terminaba una casa y comenzaba otra o qué diferenciaba la carretera de una pista de esquí. Asar chorizos en una chimenea, tomar un consomé o un chocolate hirviendo, cubrirnos los hombros con una manta tosca y llevar capas y capas de ropa bajo el abrigo eran costumbres normales en los ochenta ribereños. Incluso ir al colegio con el pijama debajo del mono de pana se trataba de una práctica confortable y hasta necesaria para no perder el calor cosechado entre sueños. Mi madre solía hacer la cama cada semana con nosotros dentro, primero ponía la sábana de franela bajera recién planchada y calentita, y después iba lanzando el resto del ajuar, con ese olor a suavizante que solo ella es capaz de dejar en cada prenda. Una manta, otra manta y una tercera, la colcha de flores, un cuento y un beso en la frente hacían que las noches fuesen menos oscuras y más tibias, mientras la nieve caía paciente y dulce desde la ventana, recordándonos que al día siguiente podríamos patinar con los zapatos en el patio congelado de las Dominicas.
Estas Navidades he vuelto a oler esas sábanas de felpa, turquesas y suaves, y a sentir los besos de mi madre, que todo lo curan y que aplacan los inviernos más oscuros. «¿Cariño, no quieres unas iguales para tu casa?», me susurraba mi madre mientras nos deshacíamos en uno de esos abrazos que tanto nos gustan a ambas, «¡Qué va, mamá, mil gracias, pero vivo en Ibiza, allí no me harán falta!» Como siempre, y como suele ocurrir, ella tenía razón y rechacé con demasiada soberbia su ofrecimiento. Estos días de frío intenso en nuestra isla solo consigo apretujarme en la cama, intentando que la humedad desaparezca y mi cuerpo se temple, mientras me quedo muy quieta añorando las casas castellanas, construidas para soportar temperaturas bajas, y las sábanas de mi madre. ¡Algo malo debía tener vivir en el paraíso! y es que no estamos preparados para soportar este tiempo tan gélido que estamos sufriendo.
Pero el frío, como todas las cosas negativas, es capaz también de mostrar su cara buena y estos días nuestro paraíso, al que solo le faltaba una delicada nevada en invierno para ser perfecto, nos ha permitido se espectadores de excepción del increíble espectáculo que es observar una playa nevada. Sí, es cierto que no ha sido tan intensa como para tumbarnos en el suelo a dibujar figuras de ángeles y que su fugacidad ha sido tan escueta como los arcoíris que nos saludaban cada mañana entre claros y sombras, pero no hay sabor igual que el de un copo de nieve cazado con la lengua, ni espectáculo más mágico que vestir por unas horas la fina arena de blanco. Abríguense, amigos, y no dejen de mirar al cielo.
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