El otro día piqué a instancias de un amigo que sabe mucho de conciertos pero no tiene idea de rancho. Fuimos a uno de esos garitos-franquicia donde te dan una comida sin sabor ni gracia alguna, preparada en alguna cocina central allende los mares; una cosa aséptica propia de un avión o un tren, donde burlan a los pasajeros que no han tenido la precaución de portar un picnic. Por supuesto los precios estaban por las nubes y la cuenta te dejaba al pie de los raíles, pero al menos había buenas vistas, el vino de la casa era decente (algo fundamental), los camareros eran eficientes y no recibían con el atroz «¡Hola, chicos!», y nuestra conversación versó sobre el talento y la belleza de la nueva hornada de pianistas orientales que hubieran evitado que Franz Liszt se metiera a monje.
Saber y sabor
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