Las personas que tejen los hilos de nuestra historia son aquellas capaces de llenar de color dibujos que de otro modo serían anodinos, vistiéndolos de hilos dorados, de piedras preciosas y de leyendas nunca contadas. Hay maestros en la vida y en las aulas que nos regalan algo más que sus conocimientos. Son seres llamados a despertar a nuestras almas para que sepan cómo suenan y en mi leyenda personal el primer héroe al que le pongo rostro y capa fue Don Jesús. Él logró algo mucho más increíble que enseñarme las tablas de multiplicar, lo cual podría considerarse una gesta teniendo en cuanta la poca pericia que he demostrado desde la infancia con las matemáticas. Con su voz grave y pausada me descubrió el placer de leer a la velocidad de la luz cuentos mágicos como «El Libro de los Prodigios» y a desterrar los lápices, escribiendo por primera vez con tinta en grandes cuadernos de cuadrícula. A los que teníamos menos destreza punteando palabras nos susurraba que comprásemos bolígrafos borrables mientras nos revolvía el pelo y fue capaz de convencernos de que cada uno escribe su propio destino, aunque su letra no fuese redonda, porque esa creatividad sería nuestra mejor arma para sobresalir del resto. Respirando su perfume descubrimos el significado de los sinónimos y lo divertido que era coleccionar nuevos términos hurgando en nuestros diccionarios cada vez que nos enfrentábamos a ellos.
Hasta caer en su clase no sabíamos que existía un universo donde era posible aprender a ritmo de canciones y entre melodías nos hizo viajar a universos antiguos mientras nos mostraba cómo se hacían pompones de lana, de qué manera se tejían el ganchillo o quién era Salvador Dalí. Ser el maestro de más de 40 niños durante dos cursos no debía ser tarea fácil, pero él tenía la capacidad de callarnos a todos para que escuchásemos atentos el universo secreto de los números, de las letras, de la ciencia o de la historia.
Recuerdo un día en 5º de EGB, cuando el sol de junio comenzaba a calentar las ventanas y el olor a recreo se colaba desde el patio, en el que se despidió de nosotros. Nos explicó que dentro de unos meses seríamos mayores y que tendríamos un profesor para cada materia. Ellos serían más serios y nos exigirían más atención, aseguraba mientras yo solo podía seguir el recorrido de su nuez de arriba abajo muerta de miedo.
Han pasado 35 años desde entonces y todavía sonrío cuando me vienen a la cabeza melodías como la de «El Hombre de Cromañón», quien tenía visos de poeta y a veces chispas de gran luz y le decía a su amorcito «eres más mona que un mamut». De su mano supimos lo que eran las pinturas rupestres, qué animales se había extinguido y quién era un tal Pablo Picasso.
Don Jesús no solamente nos desgranó la magia de la transformación de un renacuajo en rana, sino que nos lo mostró y de excursión en Fuentesblancas nos instaba a fijarnos en cada pequeña cosa que nos rodeaba; una hoja de sauce, una seta venenosa o las ruinas de lo que un día fue un gran castillo que defendió la ciudad. Él nos descubrió a los Beatles y nos enseñó a tocar «Submarino Amarillo» con la flauta, contagiándonos su alegría y su amor por la música hasta límites insospechados.
Él fue mi primer mi primer John Keating, el inspirador profesor del «Club de los Poetas Muertos», y de su mano sentí que podía tocar al Platero de Juan Ramón Jiménez entre algodones y ojos de carbón.
He tardado algunos años en comprender que sus huellas fueron las que me guiaron en la senda del amor por la literatura y por el arte y que trazaron las coordenadas de toda una generación a la que nos enseñó a ver la vida con unos ojos más abiertos. Hoy, en estas páginas, le rendimos homenaje y entonamos a voz en grito que él siempre será nuestro «Ganador» porque nos aupó para ser los primeros en llegar a nuestro destino. «Oh Capitán, mi Capitán», gracias, por tanto, sigamos jugando.
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