ecuerdo un chiste de cuando era pequeño, de aquellos tiempos en los que el humor era diverso y no consistía únicamente en sexo. ¿Cómo se dice «me rio de los peces de colores en culto»? Todos nos mirábamos esperando impacientes la respuesta hasta que, finalmente, el efímero humorista nos lo revelaba: «me auto carcajeo de los peces policromados que pululan en el líquido elemento».
Había quien se reía y quien no. Como sucede con las bromas. A algunos les hacen gracia y a otros les resultan indiferentes, incluso estúpidas. Pero, al menos, antes se sabía que eran bromas y, en consecuencia, no se tomaban en serio. Su importancia se reducía al momento en que alguien las contaba. Y después, tras la carcajada o el silencio, a otra cosa.
Nadie en su sano juicio, cuando deseaba manifestar que había superado ciertos problemas o sinsabores, utilizaba la rimbombante expresión anterior, sino que se limitaba a referirse a los peces de colores con esta sencilla y mucho más clara denominación.
Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado. Y es que el lenguaje con el que parlotean determinados políticos y, para más inri, pretenden imponernos, parece haber sido ideado durante una truculenta noche de absenta y ayahuasca sintética. Una explosiva combinación que posee la virtualidad de derretir el cerebro y convertirlo en una masa viscosa carente de utilidad.
Pongamos un ejemplo. La palabra «mujer». Un vocablo que, desde que el mundo es mundo, se ha utilizado para referirse a un ser humano de sexo femenino. Sin otras connotaciones. Pero estábamos equivocados. Ya no se puede decir, ni siquiera pensar. Porque es ofensiva, porque es como una daga clavada en el corazoncito de aquellos hombres que antes, por nacimiento, eran mujeres y que, como mujeres (es decir, como hombres) tienen la capacidad fisiológica de gestar a otros hombres o mujeres que mañana, a su libre elección, podrán decidir convertirse en hombres o mujeres. Vamos, un lío de mil demonios.
Por ello, cuando en el colegio, en clase de lengua, los niños tengan que describir a su profesora, a Carmen, ya no podrán mencionar que es una mujer alta con el pelo castaño, sino que deberán sustituir este término por la expresión «persona gestante» o «persona menstruante». Como si Carmen se pasase todo el día gestando o menstruando. Como si estas dos acciones fueran lo más representativo de ella, de todas las mujeres. Algo deleznable. Sobre todo viniendo de ciertos políticos de, cara al público, se han erigido en los adalides de la igualdad entre hombres y mujeres. La coherencia, en estos tiempos, es una rara avis.
Algo similar ocurre con la palabra «viuda». Es bien sabido que un viudo o una viuda es aquella persona cuyo cónyuge ha fallecido y que, de momento, no ha vuelto casarse. Pues ya no. Borren ustedes de su léxico la palabra viuda. Es también ofensiva. Ahora, no importa lo que hayan estudiado, se verán obligados a adquirir un manual de Derecho civil y comenzar a emplear en su vida cotidiana decimonónicos conceptos jurídicos que ni siquiera se usan ya en los juzgados y tribunales. En concreto, deberán desterrar para siempre el denigrante término «viuda» y reemplazarlo por el de «cónyuge supérstite», tan ininteligible para la mayoría y, precisamente por eso, incapaz de lastimar sentimientos.
Si hace diez años hubiera escrito este artículo, todos habrían pensado que se trataba de una broma, de una transcripción del monólogo de cualquier humorista que, después de haber leído 1984 de Orwell, había decidido deleitar a su público con una parodia de esta novela distópica.
Pero los tiempos han cambiado. Y el sino de los actuales no es sólo la estupidez, sino la manipulación, ya sea a través del lenguaje o de falaces consignas repetidas hasta la saciedad para que la gente las asuma como ciertas. Nada es al azar. Todo forma parte de un plan preconcebido para que mañana seamos más idiotas que ayer, aunque menos que pasado mañana. La neolengua, el nuevo lenguaje que nos pretenden imponer, es simplemente una pequeña parte de su retorcida estrategia.
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