En la Plaza de Armas de La Habana me dijo un viejo librero sabrosón, mezcla de mil leches diferentes: «¡Lo mejor que hicieron los españoles han sido las mulatas!» Completamente de acuerdo, compay. El cocktail de sangres y culturas anima la vida y otorga vigor en el catre. Eso de la pureza aria y los fanatismos nacionalistas es algo aburridísimo y contrario al sentido vital de cualquier viajero.
La Conquista de América fue una de las mayores gestas de la historia, fielmente documentada –tanto lo noble como lo despreciable— por los cronistas de Indias entre el toro y el cóndor. Los Reyes Católicos declaran súbditos de pleno derecho a los habitantes del Nuevo Mundo, Hernán Cortés casa a sus lugartenientes con las princesas de Tlaxcala, el glorioso mestizaje se propaga por el corazón de piedra verde sin clubes racistas, sin las tensiones puritanas de otras latitudes protestantes que ahogan el sexo al no querer comprender que todo deseo estancado es un veneno.
Oro, seda, sangre y sol. Me siento en casa en el mundo hispánico, fuente de eterna juventud de lo real maravilloso de Gabo y Valle Inclán, de Espronceda y Carpentier, de Garcilaso y Juan Ramón, de Borges y Lorca y José Alfredo y Octavio Paz… Nos une tanto que, antes de ser parte de la Unión Europea, me gusta sentirme iberoamericano. Empecé a darme cuenta de ello cuando tuve el privilegio de embarcar, siendo un cándido y cachondo adolescente, en el aula navegante organizada por Miguel de la Quadra Salcedo para conmemorar el cuarto viaje de Cristóbal Colón. ¿Quién quiere viajar a la Luna cuando tenemos la tierra caliente que va desde los Pirineos a los Andes? Cuestión de ritmo y belleza.
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