Como primer paso, es inevitable que este verano cancele las vacaciones. ¿No pretenderán que me aloje en una de esas cadenas hoteleras que explota a las camareras de piso, que construye sus edificios en las zonas más ambientalmente sensibles, que seguramente ha crecido a costa de pagar salarios de risa y aprovechándose de la corrupción de los países tercermundistas a los que se ha expandido? Ni hablar. Tampoco voy a comprar mi alojamiento a través de Booking, la multinacional americana propiedad de no se sabe qué fondo buitre de los que pululan en Wall Street, que se queda con el quince por ciento del precio del hotel por no hacer nada. Esto es un abuso ante el que me planto radicalmente.
Encima, en el caso irresponsable de que viajara, habría tenido que hacerlo con alguna de las aerolíneas low-cost que en realidad son low-salaries y que han hecho de los aeropuertos los lugares con más trabajadores explotados del mundo. Con un poco de responsabilidad social por el planeta, con sólo haber escuchado una vez a Greta, convendrán que mejor ni hablamos de ir de viaje en avión. No quiero que mi ocio termine siendo la fuente de riqueza de quienes han fabricado aviones primando el negocio sobre la seguridad, como Boeing.
Tampoco me iré en coche, porque no se trata de que con el esfuerzo de mi trabajo estemos enriqueciendo a la dictadura saudita cuyo máximo responsable aplica la pena de la motosierra a los periodistas críticos. Responsabilidad social significa eso, asumir que lo que uno hace tiene consecuencias y usar combustibles fósiles por un lado alimenta dictaduras y por otro destruye el planeta, por lo que, además de quedarme en casa, tampoco enciendo el aire acondicionado. Yo sé, porque estoy responsablemente informado, que apenas el seis por ciento de la energía eléctrica de Baleares procede de fuentes renovables, de manera que seguiremos las instrucciones de Sánchez: sin corbata y sin aire.
Iría siendo hora de desayunar, pero ninguna de las marcas de café a mi alcance me garantiza que paga adecuada y justamente a los productores de los países tropicales. Tampoco el té de Ceylán, hoy Sri Lanka, me asegura para nada que el dinero llegue a origen. Por algo este país está hoy en la ruina económica.
Iba a ir a comprar, pero no es fácil porque sólo unos pocos establecimientos ofrecen productos locales. Naturalmente, no querrán que alguien concienciado como lo estoy yo ahora financie el disparate del transporte de productos de otras regiones –contaminación, explotación, abusos– y he pedido sólo aquellos que me garanticen el uso de abonos naturales, orgánicos les dicen, y no químicos. Vamos, cagadas de vaca auténticas. Aunque no sé yo si esto del abono de vaca es muy sano porque sus pedos también destrozan el planeta.
Iba a ver un poco de televisión, pero como profesional de la comunicación, no quiero subir el rating de empresas que se han dedicado a externalizar su producción para bajar los costes, creando un sistema de subcontratas cuya única consecuencia indiscutible es que nadie cobra un salario digno.
Ahora mismo, por cierto, dejaré de escribir. No puedo ignorar que usando ordenadores fabricados por la ominosa dictadura china estamos contribuyendo a la esclavitud y sumisión del pueblo uighur. Me lo ha dicho Amnistía, creo. Que también confirma que el Tibet sufre los abusos de Pekín. O sea que me permito un último párrafo y pliego.
Vestirme es otra: ¿cómo compro ropa yo que proceda de niños explotados en Bangladesh o en Vietnam?
Así que aquí me ven: sin salir de casa, sin aire acondicionado, casi sin comer, sin vestir, sin tecnología, viviendo en coherencia, como toca con una persona que ha decidido asumir sus responsabilidades ante la comunidad. Y aún me queda incorporar los postulados de Irene Montero y los lingüísticos, porque me temo que no hablo como toca.
Les confieso que esta vida es tan insoportable y cínica que me empiezo a explicar por qué la izquierda es incoherente: es que esto no es vida. Y encima, a diferencia de las viejas religiones, las que sí sabían, la de los progres ni siquiera tiene una semana de Carnaval en la que el pecado está tolerado. Pero voy a persistir, que para algo me he convertido.
La crisis política del Consell de Mallorca, con visos de abismal según sus protagonistas, a cuenta del apoyo financiero al R.C.D. Mallorca ha pasado por encima de la última ocurrencia del responsable de carreteras de la institución insular, Iván Sevillano: un nuevo plan director de carreteras que suprime hasta 26 proyectos –variantes, desdoblamientos y el final del segundo cinturón de Palma– contemplados en el planeamiento actual. En ningún caso se trata de caprichos municipales, sino de la necesidad de eliminar obstáculos.
A diferencia de los consells de Menorca y Eivissa, percibidos como los gobiernos insulares de esas islas, el de Mallorca es quizá el más grandioso ejemplo de gasto público innecesario. Su configuración actual es el resultado de los tiempos en los que Unió Mallorquina dictaba su ley. Aun y sus amplias competencias, que no han supuesto por otra parte una reducción de la burocracia del Govern, no ha conseguido superar la barrera del desconocimiento. Los titulares de los departamentos insulares, a imagen de la estructura del Govern, son los grandes ignorados de la política, salvo el citado Sevillano, dispuesto a hacerse notar con sus iniciativas sobre carreteras y el modelo que pretende instaurar, «más verde, resiliente y (que) preservará el paisaje», o, visto de otra manera, una máquina de hacer votos para el PP.
De aceptar las reacciones de los partidos de la oposición y de los ecologistas radicales el propósito del Consell no irá más allá de su anuncio. No se lo creen. Para Terraferida es un «anuncio infantil de que ahora se portarán bien y no lo volverán a hacer». El trasfondo, la dura oposición de la izquierda a la carretera Llucmajor – Campos, que ha mejorado sustancialmente la circulación en ese tramo y, sobre todo, ha evitado muchas muertes en la carretera. Un trauma de conciencia que no han conseguido superar. Es evidente que el elevado índice de vehículos por habitante de Mallorca, y las carencias de su red viaria, provoca continuos atascos, y no solo por los coches de alquiler. Es un problema real frente al que los criterios ideológicos no aportan absolutamente nada. Iván Sevillano es de Podemos, y su partido y Més y, a remolque el PSOE, no pierden ocasión de mostrar su hostilidad al automóvil; su apuesta es la bicicleta, el patinete y la senda peatonal. Y cuando tienen ocasión de exhibir las virtudes del transporte público, la incompetencia les supera: la fiesta del Much de Sineu ha provocado aglomeraciones e incomodidades por falta de refuerzo del servicio de tren. El conseller correspondiente del Govern, Josep Marí, debía ser el único ciudadano que desconocía la celebración, al defenderse con el argumento de que ni la organización ni el ayuntamiento habían solicitado un mayor número de trenes, extremo desmentido por el alcalde de Sineu.
El conseller Sevillano es el mismo de la chapuza de los muretes prefabricados en la carretera de Sóller, en plena Serra de Tramuntana; el hormigonado de una paret seca de dos siglos en Pollença; o la ingeniosidad del carril para Vehículos de Alta Ocupación, el carril izquierdo del acceso a Palma desde el Aeropuerto, que se quedó en nada. Puede ahorrarse el millón de euros, casi, de la redacción de su plan de carreteras y que también se quede en nada.
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